Análisis de Burnout Revenge (PS2, Xbox)
El mundo de los juegos de coche es amplio, quizá demasiado, y está poblado por multitud de juegos que buscan alzarse como referentes entre los muchos lanzamientos que se suceden año tras año, ya sean simuladores o arcades de toda índole. Burnout hizo su primera aparición allá por 2001 para las tres consolas de sobremesa del momento (con ciertos meses de antelación en PlayStation 2), y aunque la jugabilidad podía considerarse algo tosca, su planteamiento daba lugar a muchas mejoras y, sobre todo, hizo que mucha gente estuviese pendiente de los movimientos de Criterion Games, sus creadores. Al año siguiente se repitió la línea de lanzamiento en Point of Impact, una continuación que ampliaba los modos de juego, ajustaba la dificultad y aportaba una espectacularidad pocas veces vista. Pero la gran sorpresa saltó con la tercera parte, apodada Takedown: provocar accidentes a nuestro rivales, la inclusión del tiempo bala al chocar para controlar nuestra colisión y un multijugador en red impresionante fueron sus grandes bazas más allá de presentar el conjunto audiovisual más impactante hasta ese momento en toda la saga que, en esta ocasión, salió únicamente en Xbox y PlayStation 2. ¿Qué más se podía añadir a la "fórmula Burnout"? La respuesta es Revenge.
Como ha sucedido hasta ahora, juego tras juego, este nuevo capítulo en la saga aporta una serie de novedades que lo convierten en el más sobresaliente hasta la fecha, pero el salto dado desde la tercera entrega puede ser no tan notable y palpable en todos los aspectos. Y es que el concepto del juego no ha sido remozado con la misma profundidad, sino más bien mejorado o perfeccionado, aunque sin sorpresas relevantes en su desarrollo.
Uno de los principales cambios en Burnout Revenge radica en que ahora podremos machacar al abundante tráfico que hay en cada carrera. Si antes rozar un coche suponía un espectacular accidente para nosotros, ahora podremos hacer que vuelen por los aires o arrastrarlos por la carretera haciendo enormes colisiones múltiples mientras nosotros salimos de rositas. Esta actividad nos proporciona potencia para el turbo (y dinero) del mismo modo que si conducimos en dirección contraria, derrapamos, saltamos o, en general, llevamos a cabo una conducción lo más arriesgada posible, sin golpearnos.
Al golpear al tráfico éste se convierte, básicamente, en nuestra mejor arma, ya que podemos proyectarlos en una dirección determinada para alcanzar a nuestros rivales o incluso formar un tapón en parte de la calzada que hará que algún coche que nos vaya pisando los talones acaba empotrado en la montaña de hierro. Es más, si nos lo montamos bien, los coches destruidos pasarán por encima del nuestro, de manera que puedan bloquear o impactar de forma directa contra algún coche que nos esté golpeando en ese momento o que se esté acercando a velocidades demasiado altas.
Por supuesto, el uso de los vehículos como arma está limitado a coches de tamaño pequeño o mediando (desde luego, nada de camiones u otros vehículos de gran tamaño) y al sentido de circulación de estos: si vienen de frente o se están cruzando, llevamos las de perder. De este modo, si en anteriores entregas debíamos evitar a toda costa los coches que circulaban con normalidad y podíamos (y debíamos) machacar a nuestros rivales –en Takedown-, ahora debemos vigilar al tráfico que no compite contra nosotros en una doble vertiente: evitar el que nos haría tener un accidente y detectar las mejores posibilidades de usarlo a nuestro favor para golpearlos.
La reacción física de los coches a los que golpeemos para usarlos como arma es menos realista incluso que la de los automóviles que compiten, pero esto no es malo, sino al contrario: su liviandad extrema hace que puedan volar grandes distancias y ser arrastradas sin perjuicio para nuestra velocidad, aumentando mucho más la espectacularidad del juego. Al principio las reacciones de los coches contra los que impactemos pueden ser inesperadas y sorprendernos, pero no tardaremos demasiado en coger la dinámica del juego.
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