El body horror está de moda, como el terror en general, y Together (2025) da buena muestra de ello. Este insólito romance que Michael Shanks firma con pulso de relojero y espíritu de prestidigitador. La premisa —una pareja que, en su arcadia rural, empieza a fundirse literal y metafóricamente— podría haber naufragado en la boutade; en cambio, Shanks la hace brillar: el filme habita ese territorio rarísimo donde lo grotesco no es una excentricidad, sino un método para pensar el amor, el duelo y la identidad.
La jugada maestra —imposible negarlo— está en la pareja protagonista. Alison Brie y Dave Franco, matrimonio en la vida real, encarnan a Millie y Tim con una naturalidad que pocas veces se ve en pantallas saturadas de química prefabricada. Su juego a dos bandas —ternura y acritud, deseo y miedo— dota al delirio de Shanks de un centro emocional creíble, en un plus metatextual: cuando el cuerpo de ambos se convierte en campo de batalla, el espectador ya está invertido en esas miradas mínimas, en esa respiración compartida.
Una ansiedad por separación gráfica
Shanks, por su parte, no ilustra un concepto: lo coreografía. La película avanza como una contaminación lenta —ese síndrome de la pareja indivisible que se diluye en el otro— hasta un tramo final que entrelaza mitología, filosofía y psicología moderna con bastante atino. Coloniza el relato sin romperlo, hasta un clímax de una fisicidad casi ritual. La ansiedad por separación llevada hasta las últimas consecuencias.
En el registro plástico, Together luce un ingenio artesanal que recuerda por momentos a la tradición del body horror más táctil: prótesis, texturas, junturas imposibles. El resultado no es pirotecnia hueca, sino una imaginería que traza, plano a plano, un mapa afectivo: cada sutura es una duda; cada fusión, una promesa; cada desgarrón, un reproche antiguo.
Hay además un nervio industrial digno de nota: la película llegó con el zumbido de Sundance y un acuerdo de distribución suculento, indicador de que aquí no hablamos de rara avis hermética, sino de un artefacto pop con filo autoral. Brie y Franco, productores y cómplices, se dejaron literalmente la piel para que la fusión fuera creíble y, paradójicamente, optimista. Es una película de amor… pronunciada en otro idioma.
¿Perfecta? No: su tempo puede parecer lánguido en el segundo acto, y hay quien habría recortado algunos arabescos oníricos. Pero incluso esas dilataciones trabajan a favor de la atmósfera. El metraje “se estira un poco”, sí, pero el poso inquieto que deja compensa con creces. Aquí los sueños no explican; erosionan. Y esa erosión, como en las buenas historias de pareja, es el mensaje.
Lo más sugestivo, con todo, es su economía de ideas: Together convierte la vieja retórica de “ser uno” en un problema físico insoluble. El cine de relaciones suele contentarse con metáforas; Shanks las vuelve carne, y en ese gesto se acerca tanto a la comedia romántica disfuncional como a la tradición de Cronenberg filtrada por sensibilidad milénial.
Esta cinta es imprescindible para quien sospeche que el amor es también una cuestión de cartílago. Together no sólo apuesta por una imagen potente; la sostiene con actuaciones afinadas, un diseño físico que rehúye lo digital fácil y una puesta en escena que entiende que el terror más duradero es el que se adhiere a lo íntimo. Cuando llegan los créditos, uno no sale pensando en la rareza de la fusión, sino en lo cotidiano de esa pregunta brutal: ¿cuánto de mí te cedo para seguir siendo nosotros? Pocas películas recientes la formulan con semejante elegancia… y con tan saludable mala leche.















