La isla Lord Howe, a 600 kilómetros al este de Australia, ha preservado playas vacías, arrecifes sanos y un ritmo de vida sosegado gracias a una regla simple y estricta: nunca más de 400 personas en la isla al mismo tiempo, entre residentes y visitantes.
El cupo condiciona todo. No hay hoteles masivos ni bloques de apartamentos; la oferta se limita a pequeños alojamientos boutique y casas de huéspedes. “La ausencia de masificación permite experiencias únicas”, explica la anfitriona local Lisa Makiiti, que advierte de listas de espera largas: en temporada alta, las reservas se cierran con mucha antelación y las tarifas pueden ir de 170 a 2.500 euros por noche.
Capacidad limitada, impacto real
El resultado salta a la vista —y al oído—: el 85% del territorio sigue cubierto por bosque nativo y alrededor del 70% está protegido como Reserva de Parque Permanente, lo que veda cualquier desarrollo urbanístico. “Aquí la naturaleza es la protagonista”, resume Deam Hiscox, director de Lord Howe Environmental Tours.
Inscrita en la lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO desde 1982, la isla ha hecho de la escasez una herramienta de conservación. Menos camas disponibles equivale a menos presión sobre sus senderos, sus colonias de aves marinas y sus aguas transparentes, famosas entre buceadores por su biodiversidad.
Reserva viva y turismo medido
El modelo también es cultural. Muchas familias descienden de colonos del siglo XIX y heredan viviendas y oficios, reforzando el tejido social y el apego al lugar. “Quienes llevamos cinco, seis o siete generaciones aquí sabemos lo especial que es este estilo de vida”, apunta el naturalista y fotógrafo residente Hutton.















