A finales de los años noventa, la industria juguetera se encontraba en una nueva edad dorada. Las consolas habían hecho su agosto, pero el público comenzaba a encontrarlas normales. Star Wars pronto estrenaría nueva película y Hasbro y otras grandes compañías estaban ya preparando el que sería el mayor desembarco de la historia del marketing. Pero un juguete nacido en Japón, completamente electrónico y portátil, les robó el protagonismo y un negocio valorado en millones de dólares. Había nacido el Tamagotchi.
El pequeño ser del espacio al que teníamos que cuidar barrió en las jugueterías de medio mundo, convirtiéndose en un fenómeno y dándole a Bandai, el fabricante, un empujón sin igual a nivel internacional. La obsesión por este pequeño ser de pixel y plástico fue tal, que pronto se convirtió en un problema en escuelas, provocando hasta absentismo laboral y escolar para cubrirle sus necesidades de limpieza, comida o sueño. Pero, ¿cómo competir contra esto? ¿Cómo hacer un juguete más barato y que fuera más tridimensional y real? ¿Cómo encajar todas estas piezas dentro del auge de los juguetes electrónicos? Así nació el Furby, un pequeño robot de consumo, mitad asistente electrónico y mitad peluche, que se desveló como el juguete más vendido de las locas Navidades de finales de los años noventa, cuando todo el mundo temía que los ordenadores y los robots se volvieran locos con el llamado Efecto 2000. wee-tah-kah-wee-loo? Está bien, doo-dah.
Un corazón electrónico
Las figuras de acción tuvieron su época, dominando las estanterías y los almacenes de tiendas y grandes superficies desde finales de los años ochenta. Pero el auge de los videojuegos, los dispositivos electrónicos y la diversificación del ocio, pronto comenzaron a hacer mella en los negocios. Era cada vez más difícil competir, y si bien la todopoderosa Tiger Electronics atravesaba un buen momento financiero, sus máquinas y sus juguetes interactivos no resultaban demasiado atractivos. La empresa fabricaba pequeños videojuegos simples, y se encargaban de manufacturarle a Hasbro la gran mayoría de sus componentes electrónicos, e incluso llegó a cerrar importantes tratos con SEGA. Pero para la mayoría del consumidor era algo invisible y sin apenas relevancia más allá del mercado estadounidense.
Pero Dave Hampton y Caleb Chung tuvieron una pequeña idea que a la postre, revolucionaría la historia. Su premisa era simple: diseñar un juguete que aprovechase los avances existentes en la electrónica, que intercambiara impresiones con el usuario y que además, fuese adorable. Tras nueve meses recogiendo información y probando los más variados diseños, Hampton y Chung se vieron en un pequeño problema. Sí, la idea era de un valor incuestionable, pero ¿quién sería capaz de lanzarse a fabricar un juguete así? El Furby ya era un concepto físico -sus diseñadores e inventores invirtieron otros nueves meses a diseñar el juguete con piezas de plástico y trozos de tela-, pero necesitaban un empujón. Nadie fabrica un muñeco de éxito así como así.
Richard C. Levy quizás no sea un nombre muy conocido, pero podría considerarse el Steve Jobs del mundo de los juguetes. A lo largo de su carrera como inventor y diseñador de juguetes, Levy ha ideado más de 200 juegos y muñecos diferentes, en parte gracias a su talento innato y su formación en el Emerson College de Boston y sus pinitos en el MIT, en el que pasó incontables horas diseñando videojuegos. Multidisciplinar -trabajó en más de 30 películas en la Paramount-, Richard C. Levy estaba diseñando el famoso juego de mesa basado en el libro ‘Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus’ cuando Dave Hampton y Caleb Chung se reunieron con él.
El reputado inventor, con más de tres décadas de experiencia en el sector, se quedó absolutamente maravillado de lo que esta pareja de emprendedores habían desarrollado por su cuenta. Accedió a ayudarlos apoyándose en el concepto del muñeco, algo que fusionaba múltiples ideas que anteriormente, habían tenido éxito por separado. El Furby era un juguete con muchísimo potencial y había que buscar una empresa capaz de fabricarlo. Levy decidió llevar el prototipo a Tiger Electronics y según se dice, fue amor a primera vista: Roger Shiffman, uno de los fundadores de Tiger y uno de los ejecutivos más importantes del mundo del juguete y la electrónica, cayó rendido y compró los derechos. El Furby había nacido y encontrado un hogar. Presentándose en la Toy Fair de Nueva York del 1998, el Furby ya era una realidad.
El éxito del Furby: lenguaje y alma de silicio
La fabricación del Furby no estuvo exenta de problemas -su esqueleto, además de terrorífico según se mire, es una auténtica obra de ingeniería de la mecánica y la electrónica-, pero Tiger Electronics respondió a la necesidad del momento y se convirtió durante más de tres años en el juguete más vendido del planeta. Del 1998 al 2000, si no tenías un Furby, no estabas en la onda. El juguete se transformó en un ‘must-have’, un artículo de consumo completamente amado y venerado, alcanzando en apenas semanas el estatus de icono de la cultura popular. Lanzado durante la campaña de Navidad en 1998, el Furby llegó a vender más de 1,8 millones de unidades, siendo uno de los juguetes más vendidos de la historia en su lanzamiento.
Pero, ¿cuál fue la clave de su éxito? Dave Hampton. Hampton terminó sus estudios en el instituto y leyó que la mejor escuela de electrónica del mundo se encontraba dentro la Armada. Especializándose en la circuitería eléctrica de la aeronáutica, el californiano estuvo viajando durante décadas por todo el mundo, aprendiendo japonés, tailandés, chino y hebreo, así como diseñando videojuegos. Sí, Hampton fue uno de los padres de Q-Bert e incluso estuvo trabajando para Mattel algún tiempo. La inventiva de Hampton estaba fuera de toda duda y viendo cómo evolucionaba la electrónica del entretenimiento, creía que todavía quedaba espacio para algo más. Y lo encontró en la feria de juguetes de Nueva York en 1997, bajo la forma del pequeño Tamagotchi.
“Estaba bien, sí, le podías de dar de comer y eso, pero no podías acariciarlo. Era un simple amasijo de píxeles en una pantalla LCD del tamaño de un pulgar”, declaró en su día al New York Times. Hampton decidió volver a su casa y diseñar la mascota electrónica definitiva. “Dibujé cómo sería físicamente y decidí que si había algo que tenían en común las mascotas era que todas eran bolas de pelo. Y trabajé en el concepto de Furball”, explicaba. “Establecí una pequeña rutina electrónica, si le tocabas, ronroneaba… Pero debía ir un poco más allá”, comentaba en los días en los que el juguete se puso a la venta con gran éxito.
Armado con una placa electrónica en crudo y grabándose a él mismo hablando, diseñó un lenguaje exótico, el Furbish, que no es más que una mezcla de todos los idiomas que fue aprendiendo durante su juventud refinada para parecer un lenguaje casi extraterrestre. Por ejemplo, ‘ay lo’, que significa ‘luz’ en el lenguaje del Furby, es una variación para ‘Dios’ en hebreo. Hampton programó ese lenguaje de sílabas cortas y palabras muy simples, fuese convirtiéndose en inglés con el paso del tiempo y la interacción del niño con el juguete. La idea era fantástica: de esta forma creías que el Furby se estaba adaptando a ti, y que aprendía tu idioma tras estar varios días o semanas jugando contigo. En otras palabras: era como enseñarle tu mundo a Gizmo o E.T. Y eso molaba mucho. Furby acabó hablando más de 24 idiomas distintos, y siendo un éxito allá dónde se ponía a la venta. En Estados Unidos y Japón el pequeño muñeco era toda una obsesión cultural, volando en las tiendas en las que se reponían unidades.
Un fenómeno cultural y un problema para la seguridad nacional
Su corazón electrónico no hubiera sido nada sin la colaboración de Caleb Chung, compañero de Hampton en Mattel, y que diseñó y fabricó toda la parte mecánica y robótica. “Cuando diseñamos el juguete y su esqueleto, y los frikis comenzaron a diseccionarlo como una criatura… ¡Era mi bebé! ¡Estaban haciéndole una autopsia a mi bebé!”, comentaba Hampton. Pese a que ha contando con varias revisiones, mejorando animaciones y expresiones, el Furby original era capaz de abrir y cerrar los ojos, mover la boca o incluso expresar emociones con sus párpados y orejas. La ingeniería detrás de cada juguete, que se vendía a 35 dólares, era impensable. Tiger Electronics ajustó con precisión milimétrica el coste de cada muñeco buscando margen para los beneficios que más tarde obtendrían con su venta.
No había juguete más deseado. En 1998 se vendieron casi dos millones de unidades de Furby justo antes de Navidad, rompiéndose el stock a las pocas semanas tras su lanzamiento. La revista Wired le dedicó un reportaje especial destacándolo como ‘el juguete más complejo jamás creado’ y la gente comenzó a revenderlo y especular con el precio de la criatura a través de anuncios clasificados, pujas y similares. Aprovechándose del éxito del juguete, algunos hicieron su agosto ante los pobres padres que buscaban un Furby: hasta 400 dólares se llegaron a pagar por un muñeco que se había vuelto un fenómeno cultural. Debido a la cantidad de diseños que se comenzaron a vender -con distintos pelajes y colores-, los coleccionistas pronto empezaron a detectar unidades especiales, más raras o con una distribución más limitada. Pero con el éxito de algo nuevo, siempre llegan los miedos y las habituales leyendas urbanas.
Si tras su presentación en verano del 1998 y su éxito en la campaña navideña el Furby llegó a muchos hogares norteamericanos, también lo hizo en algunos entornos de trabajo. Los consumidores demostraron un gran apego a este hamster-búho-gremlin galáctico, y decidieron decorar sus escritorios, oficinas y mostradores con él. La jornada laboral estadounidense se vio invadida por este simpático juguete. La obsesión por el Furby fue tal, que incluso llegó a creer que su mera presencia estaba poniendo en jaque a la seguridad nacional. El 13 de enero de 1999, la Agencia de Seguridad Nacional de EE.UU (NSA) distribuyó un memorándum interno que sorprendió a propios y extraños: quedaba terminante prohibido llevar un Furby al trabajo, debido a que se consideraba al juguete como un potencial y peligroso elemento de espionaje.
La NSA creyó que los Furby, que demostraban cierta inteligencia en su relación con su interlocutor, llevaban un micrófono integrado que recogía información y sonido ambiente, algo que en la primera generación del muñeco no era así. Pero el escepticismo y las leyendas urbanas comenzaron su auge. La agencia decidió prohibirlos debido a que en sus instalaciones -localizadas en Fort George, Odenton, en el Estado de Maryland) se mantenían conversaciones privadas de máxima seguridad y alguien podía manipular uno de estos amigables muñecos y llevarlos al trabajo para conseguir información secreta y así poner en riesgo el estado de la nación. La locura llegó a tal nivel, que Tiger y el propio inventor tuvieron que emitir un comunicado desmintiendo tal información y afirmando que los Furby no tenían capacidad de grabar conversaciones y que simplemente repetían vocablos grabados en función de la repetición de palabras de su interlocutor, que sí eran captadas por el micrófono integrado. La NSA levantó la prohibición con el paso del tiempo tras elaborar sus propias investigaciones, pero el presidente de la juguetera, Roger Shiffman, tuvo que demostrar varias veces el funcionamiento del dispositivo.
Entrando en otro ámbito más agradable, el muñeco demostró ser una herramienta útil y recomendada para niños autistas o con dificultades de adaptación, siendo empleado como juguete de referencia en terapias y en colegios. Como Hampton aventuró en sus primeros conceptos cuando diseñaba el Furby, el pequeño peluche interactivo ayudaba a desenvolverse a niños de todas las edades, adquiriendo ciertas destrezas y motivando su responsabilidad. Era una versión menos dependiente del Tamagotchi, invitando al dueño de este amigable extraterrestre a jugar, bailar, hablar o incluso a tener horarios responsables. Cuando el Furby se sentía triste y enfadado, porque no se le hacía caso en mucho tiempo, espetaba a su dueño un tristísimo yoo? que venía a decir ¿por qué no has querido jugar conmigo hoy? que era capaz de romperle el alma al más pintado. Si bien la primera versión de los Furbies era más simple que las ediciones actuales -que sí tienen reconocimiento de voz y más características-, fue el juguete de referencia para toda una generación.
La popularidad del Furby creció durante al menos, tres años más. Los Simpsons hicieron un homenaje a toda esta situación de espionaje e histeria colectiva con su episodio centrado en Fanzo, y McDonalds comercializó en sus menús Happy Meal una colección exclusiva de Furby que también gozó de éxito inusitado. En 1999, tras la oleada de pasión y paranoia despertada en las últimas Navidades, el muñeco se siguió vendiendo incluso más. Entre 1998 y 2000, según la propia Tiger, se vendieron más de 40 millones de Furbies en todo el mundo, contando con adiciones en la línea de muñecos originales y ampliando colores y funcionalidades, e incluso reduciendo el tamaño y abaratando costes en su fabricación.
Hasbro decidió comprar la empresa Tiger en 2005, y aunque la popularidad del Furby fue descendiendo con el auge de otros juguetes más atractivos, a día de hoy sigue contando con reediciones especiales de Star Wars, ha protagonizado memes de internet, aplicaciones para teléfonos móviles y se espera que pronto sea la estrella de una película. En cualquier caso, y aunque pase por horas bajas, Furby marcó un antes y un después en la industria del juguete, la electrónica y la robótica.