Análisis de Muramasa: The Demon Blade (Wii)
Parecía que Muramasa: The Demon Blade iba a ser uno de esos juegos que se quedan fuera de las fronteras europeas, y, desde luego, su llegada hasta nuestra región no ha sido un camino fácil. Al fin y al cabo, el juego puede ser percibido como una rareza más, excesivamente nipona, de Vanillaware (Odin Sphere, entre otros), y además con gráficos bidimensionales. Bueno, esas dos cosas son ciertas, pero desde luego no son negativas.
Es cierto que estamos ante un juego muy oriental, algo que se aprecia tanto por su estética como por sus músicas y voces en japonés (y subtítulos en castellano; que tomen nota las importantes editoras que desprecian al mercado español), así como por su planteamiento jugable, poco cultivado por las desarrolladoras occidentales desde la irrupción masiva de los polígonos.
Y es que ahí radica ese segundo elemento: los gráficos clásicos, bidimensionales, le dotan de un preciosismo y una atención artística sin parangón en el panorama actual de los videojuegos y de una jugabilidad que, aun siendo clásica, incorpora elementos interesantes. Pero en esencia, es clasicote.
Un vistazo superficial nos da a entender que estamos ante un juego de repartir mamporros -en esta ocasión, a espadazo limpio- mientras vamos de un lado a otro de la pantalla, en un desarrollo horizontal (pero veremos que esconde mucho más), a lo que se añaden diversos elementos de juego de rol, algo que tampoco es muy nuevo, la verdad. La combinación está bien llevada, pero el elemento que predomina es el de la acción, con total claridad, aunque la historia y su narrativa, interesantes para el género, ayudan a que dé una sensación de que hay algo más en el trasfondo.
Por supuesto, y debemos insistir en ello, la presentación visual del juego ayuda a conformar un aspecto impactante y artísticamente muy destacable. Los escenarios apuestan por un muy buen nivel de detalle y, sobre todo, por unas paletas de colores y diseños que nos hacen creer que estamos ante dibujos animados, algo que todavía no logran con la misma eficiencia los polígonos, por mucho cel-shading que se aplique, y es que hay cosas que sólo la animación y lo bidimensional pueden conseguir. Del mismo modo, los diseños de los personajes son impactantes, sobre todo en el caso de los jefes finales, donde está claro que se ha echado el resto, y todo ello, además, animado con un gusto y habilidad que muestra que estas apuestas técnicas todavía pueden dar mucho juego, cuando hay buenos artísticas y buenos programadores que lo respalden.
No todo es perfecto, claro, puesto que hay algunos escenarios que se repiten (lo que no quiere decir que sean repetitivos), y diseños de enemigos que se sustentan en variaciones de color y similares, algo que es más que habitual en el género y que, por tanto, tampoco podemos echárselo muy en contra. Es cierto que hoy en día no hay problemas de espacio, como en la época de 8 y 16 bits, y la resolución de las consolas permite un nivel de detalle mucho mayor para incluir diseños mucho más dispares, pero dada la horda casi infinita de enemigos a los que nos enfrentamos, y la ingente cantidad de fases que se recorren, lo normal es que se reutilice parte del trabajo, aunque no nos guste.
La historia nos presenta a dos personajes: un ajoven princesa, Momohime, y a un valiente guerrero amnésico, Kisuke, cuyo devenir se desgrana ante el jugador utilizando imágenes inspiradas en las artes plásticas más tradicionales (tanto ilustración como también interpretación y danza), junto a cuidadas estampas. En este caso, y como ha sucedido con ciertos trabajos en el cine de acción, esta simbiosis coreográfica se traduce en secuencias de combate. Eso sí, la jugabilidad en sí misma de los combates es sencilla, pues se controla con tan sólo dos botones, lo que basta y sobra para realizar todas las técnicas del juego, una apuesta muy arcade, directa y, sí, simple, pero efectiva y adictiva.
Lo que Muramasa nos propone es un desarrollo mucho más cercano a la exploración que a la acción simplista de un "yo contra el barrio", de manera que construye su propio estilo a raíz de la línea de juegos de acción exploratoria, representada por la serie Metroid, y buena parte de la saga Castlevania. En un primer momento, el juego parece tener problemas para arrancar, pues va abriéndose de manera muy pausada, de manera que esos primeros pasos pueden ser algo lentos para los jugadores más impulsivos. Sin embargo, cada vez se abarca más zona de juego, el mundo se abre, y con éste las posibilidades, perdiéndose la linealidad.
Es aquí donde se nota que hay escenarios que no resultan tan variados como deberían, pero no tanto en diseño, como apuntábamos antes, sino en la construcción de los niveles y las salas que lo componen, con limitados elementos de exploración, a cambio de mucha acción. En cambio, se beneficia de la inclusión de dos personajes jugables, pues se introducen diversos cambios que modifican la experiencia, más allá de la diversidad propia de la presencia de Kisuke y Momohime, de manera que esa cuestión de la variedad de entornos se suple con este factor adicional. Eso sí, las pautas de desarrollo son las mismas, por lo que tampoco podemos hablar de que haya dos juegos diferentes, en función del personaje.
Como su título completo presagia, la trama va a girar principalmente en torno a espadas; o al menos una. Lo cierto es que las espadas son un elemento de recolección durante toda la partida, contando con ocho armas –sables, siempre, largos o cortos- diferentes, cada una de ellas diferenciándose de las otras por color (un código básico y clásico, pero más que útil y eficiente), que debemos conseguir tras derrotar a su correspondiente guardián, que equivale a un jefe final de dureza variable. Esas espadas son el equivalente a las armas o poderes de Metroid o Castlevania, pues son lo que nos permite pasar a zonas anteriormente restringidas.
Eso implica que no sólo hay que avanzar, sino también retroceder sobre nuestros pasos para revisar las zonas ya superadas y descubrir segmentos que antes no nos eran accesibles, y afrontar, incluso, retos específicos, algunos de ellos con un elemento de aleatoriedad, que nos sirven para conseguir más objetos que nos ayudarán en el progreso de la partida.
Asimismo, también es posible encontrar recompensas más prácticas, como la posibilidad de desplazarse instantáneamente de una zona a otra del mapa, como los transportadores de Castlevania (una concesión que nunca se ha dado en Metroid), y que aquí se integra de una manera curiosa, como un viaje en barco, que no estará exento de acción, pues, de hecho, en realidad no es un transporte inmediato, pero sí un buen atajo. Pese a todo, nosotros somos de la costumbre de desandar lo andado sin atajos, pero está bien que se ofrezca esta posibilidad. Por supuesto, ir de un sitio para otro de manera tradicional derrotando montones de enemigos tiene su recompensa, pues hay un sistema de progresión de los personajes subiendo de nivel.
A eso hay que añadir que en total hay 108 espadas diferentes, y que cada una de ellas cuenta con un poder específico y una cualidad concreta por personaje. El número es de consideración, si tenemos en cuenta que estrictamente sólo hay dos tipos de armas (espadas largas y cortas, como habíamos dicho antes), y hace que el jugador vaya buscando continuamente cuáles son las que debe tener a mano para triunfar en esta aventura, pues los efectos son tan diferentes entre sí que la experiencia va cambiando de manera dinámica por la influencia de éstas. Conseguir esas espadas implica forjarlas (pasar por caja), y el sistema se sustenta en un esquema de habilidades sencillo pero efectivo.
La acción principal se puede superar -cuando ya sabemos qué hacer, cuándo y cómo- en pocas horas, lo que lo sitúa en la línea de lo que tardamos en superar la mayoría de juegos similares (Shadow Complex se puede superar en menos de dos horas; Super Metroid en menos de tres), aunque esto es algo que varía mucho en función del jugador. Habrá quien prefiera explorar al 100% antes de dar el paso de ir a por el reto final y ver los créditos, y habrá quien opte por ir a lo directo y rápido, lo que hace que la duración pueda incluso duplicarse (en nuestro caso, por encima de las 16 horas), según el tipo de jugador que seamos, en nuestra primera partida. Un punto interesante en Muramasa para los jugadores que quieren ir rápido es que hay una muy buena recompensa por pasarse el juego, y orientada específicamente a acelerar el proceso de recorrer el mapa de nuevo; hasta aquí podemos leer.
El ritmo del juego está bien llevado, pues salvo por la voluntad del jugador de dar más vueltas de las necesarias, el acceso a nuevos contenidos (de mayor o menor relevancia, pero nuevos, lo que siempre es motivación para el jugador) es muy regular y no está excesivamente distanciado en el tiempo, lo que fomenta la sensación de recompensa por el avance. Eso sí, lo cierto es que la experiencia resulta mucho más gratificante en el nivel de mayor dificultad; si no, es algo sencillo.
Conclusiones
Muramasa: The Demon Blade es una de esas pequeñas joyas del videojuego contemporáneo, y lo es por mantenerse fiel a unas tradiciones que cada vez cuesta más encontrar en títulos nuevos (y uno, cosas de la vida, no está siempre por la labor de rejugar sus clásicos favoritos), y al mismo tiempo nutrirse de la tecnología actual para, siendo contemporáneo también en ello, poder sacarle jugo y ofrecer una experiencia estética que, simplemente, no es comparable a lo que hay ahora en el mercado. Tiene mucho encanto revivir el estilo visual de los 8 bits, y tiene mucho encanto encontrarse con impresionantes gráficos imposibles hace seis meses, pero hay algo especial en el cuidado artístico, en el barroquismo del dibujo clásico y su aplicación bidimesional.
Los jugadores, además, agradecerán la presencia de un nivel de dificultad que sí es difícil (la estándar peca de fácil), y que ofrece, además, algo de contenido extra, y no sólo un reto mayor, así como su buen ritmo de juego, acción intensa y demás cualidades que, sin duda, suplen con creces esos puntos no tan logrados, que también los tiene.