Lo que hace unos años parecía una utopía de ciencia ficción se ha convertido en un escenario real de conflicto geopolítico: las órbitas bajas de la Tierra están emergiendo como el nuevo frente de guerra silenciosa entre potencias.
La constelación de satélites Starlink, desarrollada por SpaceX y utilizada tanto con fines civiles como militares, ha cambiado radicalmente la manera de hacer la guerra moderna. Y sus rivales, especialmente Rusia y China, se preparan para neutralizar esta ventaja tecnológica con proyectos que ya han sido bautizados como “Starlink Killers”.
La nueva frontera del conflicto global
Desde el estallido de la guerra en Ucrania, Starlink se ha consolidado como una herramienta crítica en el frente. Mientras las infraestructuras tradicionales de comunicación eran destruidas o interferidas, la red de Elon Musk permitió mantener operaciones clave, coordinar ataques con drones y garantizar la conectividad de unidades remotas.

Su resistencia al “jamming” y su despliegue masivo —más de 7.000 satélites en órbita baja— han llevado al Pentágono a considerarla un activo estratégico de primer orden. Pero su protagonismo no ha pasado desapercibido para Moscú y Pekín. Rusia ha respondido con un ambicioso plan de guerra electrónica centrado en su sistema Kalinka, diseñado para interferir las señales de los satélites Starshield, la versión militar de Starlink.
Armas nucleares en el espacio: el peor escenario
Este dispositivo, junto con los ya conocidos Tobol, ha sido vinculado con cortes de conexión sufridos por las fuerzas ucranianas desde mayo de 2024. Según fuentes militares europeas, los efectos colaterales han llegado incluso a los sistemas GPS de países vecinos, como Finlandia o Polonia, generando preocupación en la OTAN. Kaliningrado, enclave ruso en el corazón de Europa, podría ser uno de los nodos clave de estas operaciones.
China, por su parte, avanza en otra dirección: la captura o desactivación física de satélites en caso de conflicto. El Pentágono ha detectado maniobras “poco habituales” de varios satélites chinos que orbitan en patrones de proximidad sospechosos. Aunque oficialmente se presentan como maniobras de mantenimiento o gestión de residuos espaciales, en Washington temen que sean pruebas para futuros ataques cinéticos o robóticos en órbita.

El objetivo: inutilizar satélites enemigos sin dejar rastros inmediatos. La sofisticación de estas tácticas apunta a una nueva generación de guerra espacial. Pero el escenario se complica aún más con una amenaza que, de concretarse, supondría un punto de no retorno: el despliegue de armas nucleares en el espacio. Estados Unidos sospecha que Moscú estaría investigando la viabilidad de colocar dispositivos capaces de generar pulsos electromagnéticos (EMP) en órbita, capaces de destruir en segundos redes enteras de satélites.
Una medida que, además de ser ilegal según el Tratado del Espacio Exterior de 1967, podría desencadenar una reacción en cadena catastrófica conocida como el síndrome de Kessler, colapsando la navegación y las comunicaciones planetarias.