Con Avatar: Fuego y Ceniza ya en cines desde el 19 de diciembre, James Cameron está en plena gira de prensa y, en ese contexto, se permitió un “mini-manifiesto” cinéfilo en The Late Show de Stephen Colbert: cuando le preguntaron por la mejor película de acción de la historia, no tiró de Terminator 2 ni de Aliens, sino de Jungla de cristal. Su justificación fue tan afilada como eficaz —“mejor frase ingeniosa”, “mejor muerte de villano” y, rematando, “la mejor película de Navidad”—, un triple argumento que funciona como chiste, como diagnóstico del género y como guiño a un debate que vuelve cada diciembre.
La elección no es caprichosa: Die Hard sigue siendo una clase magistral de economía narrativa aplicada al espectáculo. McTiernan convierte un rascacielos en un tablero de ajedrez, y a John McClane en un héroe que sangra, improvisa y paga cada paso, algo que hoy parece obvio pero que en 1988 redefinió el estándar del “hombre corriente” dentro del cine de acción. Ese diseño —espacio cerrado, objetivo claro, escalada de obstáculos, sentido del humor como válvula de presión— se replicó hasta la saciedad durante los 90 (“Die Hard en un avión”, “Die Hard en un barco”, etc.), pero rara vez con la misma precisión milimétrica en ritmo y tensión.
¿Navideña o no? El debate eterno
Que Cameron mencione “la mejor muerte de villano” apunta a una escena muy concreta: la caída de Hans Gruber (Alan Rickman) como colofón visual y emocional. Y ahí entra la otra broma, la de “película navideña”, que en realidad es una etiqueta cultural más que un género estricto: la acción convive con adornos, villancicos y una noche de Navidad que lo impregna todo. El debate, lejos de agotarse, se ha medido incluso con encuestas recientes en Reino Unido —con un país dividido entre quienes la aceptan como tradición festiva y quienes la rechazan— y con análisis universitarios sobre qué consideramos “cine navideño” cuando el corazón del relato no es la magia, sino el reencuentro, la familia y un marco temporal que lo tiñe todo.
También hay un componente muy de 2025 en la forma en que esa tradición se mantiene: Jungla de cristal está disponible en streaming (por ejemplo, en Disney+), lo que facilita que se convierta en “ritual” anual de sofá, meme y conversación social. En ese sentido, la frase de Cameron funciona como una constatación: en la era del catálogo infinito, ciertas películas sobreviven no solo por su prestigio crítico, sino por su capacidad de ser revisadas como si fueran una canción recurrente—algo que, paradójicamente, conecta con la manera en que hoy consumimos cultura por repetición, recomendación y costumbre.
Premios, prestigio y cine popular
La pulla se entiende mejor si se coloca al lado de otra idea que Cameron ha repetido estos días: su cansancio con el “juego” de los premios y, sobre todo, con la facilidad con la que la industria relega la ciencia ficción a un segundo plano cuando toca reconocer “cine serio”. En entrevistas recientes, ha criticado que la Academia “no suele” premiar películas como Avatar y ha usado el caso de Denis Villeneuve y Dune como ejemplo de cómo incluso el prestigio puede quedarse fuera de ciertas categorías. La lectura es clara: si los Oscar no reflejan lo que moviliza al público —o lo que empuja la técnica y el lenguaje del cine—, Cameron prefiere hablar de artesanía y de impacto real.
Y aquí es donde la evidencia académica aporta contexto: varios trabajos han analizado qué patrones “venden” prestigio en los Oscar y cómo se construye eso que llamamos Oscar bait (con géneros, temas y fórmulas que se repiten), además de medir qué efecto tienen nominaciones y premios en taquilla y rentabilidad.















