Se es consciente de lo que se tiene cuando se pierde. Los protagonistas de Juego de tronos, ya sean salvajes, herederos de las más variadas y acomodadas casas nobles, aspirantes al Trono de Hierro o simples vasallos, pueden ser bendecidos o maldecidos por la muerte. Siempre ha sido una de las máximas capitales de la serie de HBO, y uno de los puntales sobre los que se ha asentado la adaptación de Dan Weiss y David Benioff. Podríamos entrar a discutir sobre el rol de asesinos crueles desempeñado por ambos a la hora de deshacerse de los más variados personajes -a veces, con nula planificación-, un hecho que ha conseguido distanciar aún más su producción de lo escrito y planificado por George R.R. Martin, y que ha permitido que la dupla de guionistas y showrunners se lleven el mote de ‘los carniceros de Poniente’. Por eso, cuando el respetable pide más sangre, más muerte, más carnaza con la que perpetuar el erróneo y manido concepto que sobrevuela sobre Juego de tronos como producto televisivo -¡hay muchas muertes!- y no se concede, hay decepciones.
Weiss y Benioff tienen una serie de tics y mecanismos propios a la hora de planificar sus historias, y Juego de tronos es la muestra fehaciente de todos ellos. Sus libretos encapsulan lo mejor y lo peor en un mismo minuto, toda una ruleta de emociones que consigue conmover, enfadar y sorprender al espectador en fracciones de segundo. Ha sido así desde la remota primera temporada, capaz de adaptar con fidelidad el primer tomo de Canción de hielo y fuego y luego sorprenderte con una terribleme secuencia gratuita o un diálogo pasado de rosca.
En estos primeros compases de la octava tanda de capítulos, la pareja de guionistas ha conseguido poner de morros a más de uno, que se ha visto envuelto en un torrente de contradicciones al disfrutar y enfadarse con todos y cada uno de los capítulos emitidos, dejando clara constancia en redes sociales, foros y blogs. No es nada nuevo. Ni Juego de tronos es peor serie que hace unos años ni es mejor. Ni siquiera es hija de los tiempos, las corrientes sociales y políticas o el fanservice, como se ha llegado a leer desde tribunas deseosas de ver caer al gigante de hierro ante sus ojos por el mero hecho de reafirmarse en los prejuicios arraigados en el propio firmante de tan erradas líneas.
Juego de tronos como relato fantástico siempre ha sido así y siempre lo será. Aún con todos esos errores y desperfectos en la estructura de la serie -que están ahí, y son más que evidentes-, Juego de tronos tiene la potestad para poder escribir su historia con mayúsculas en el Olimpo de las series de la televisión. Se lo ha ganado con derecho propio, como si fuese un personaje más de sus libretos y eso es mérito de sus dos máximos valedores. Han seguido un camino arduo, poco grato y lleno de dificultades que, tras decenas de horas de metraje, llega a su merecido final. El descanso del héroe. Sobre sus cabezas ha existido -y existirá- mucha presión sobre la calidad de su trabajo y adaptación, pero su tarea ha finalizado.
Extirpando el mal de Poniente: pensando en el mañana
“Cuando llevas 10 años trabajando en algo, saber que estás escribiendo los últimos episodios es más difícil porque hay mucho más peso y presión en esas escenas. Eso que estoy haciendo, ¿Es una línea correcta? Todo parece más importante que en temporadas pasadas. Por otro lado, las motivaciones detrás de cada secuencia o escena son algo en lo que has estado pensando durante los últimos cinco años, por lo que los cimientos en tu mente son más sólidos para lo que estás poniendo en el papel. Sin embargo, te descubres y encuentras gastando mucho más tiempo del que creías para hacerlo bien”, recalcaba el propio Weiss en una entrevista en Entertainment Weekly. Con el arco de La larga noche y la amenaza del invierno sin final en Poniente cerrada, y con las heridas abiertas y aún latientes en los cuerpos y mentes de los héroes y heroínas que combatieron en Invernalia por conseguir un nuevo amanecer para los vivos, es hora de rememorar a los caídos, recomponerse y seguir adelante.
“Sabíamos hacia dónde queríamos llegar desde hace muchas temporadas, pues recuerdo hablarlo con Weiss allá por la tercera temporada”, explicaba Benioff. “Sí, hemos hablado de los principales arcos finales durante los últimos cinco años”, replicaba su compañero y coautor de Juego de tronos. La serie, por lo tanto, no ha dudado nunca en ocultar sus evidentes divergencias con Canción de hielo y fuego, aumentándolas temporada tras temporada por necesidad. Para los showrrunners siempre ha sido Juego de tronos, un producto televisivo en el que las guerras sociopolíticas, las intrigas y las alianzas o traiciones entre reinos y nobles por el ansiado asiento de hierro y espadas han sido más importantes o han cobrado más protagonismo del que se podía imaginar en un principio. Sí, la guerra de la luz contra la oscuridad ha sido capital -¡es la primera secuencia que vemos! ¡Con la que arranca la propia adaptación!- pero para Weiss y Benioff ha tenido un cariz algo más secundario de lo que podría destilarse de las líneas escritas por Martin o del que algún aficionado podría imaginar y desear tras tantas horas de televisión en bruto. Pero no hay que equivocarse. La decisión estructural de cerrar este arco fantástico antes que otros, priorizando una resolución en la que se garantiza el futuro de los reinos y la civilización humana, tiene su lógica.
Tras la Gran Guerra, y al igual que en la obra de J.R.R Tolkien El Señor de los Anillos, en Juego de tronos existe un cierto margen de tiempo para el después del conflicto, en el que se debe reconstruir, recomponerse y dar cabida a los caídos. En El retorno del rey, el tercer libro de la historia del Anillo Único de Tolkien, encontramos un orden o esqueleto literario similar a la idea de ambos guionistas, con similitudes que se acrecientan más si tenemos en cuenta que ambas obras son referentes de la fantasía heroica en sus respectivos medios, tiempos y formatos. Por eso, tras derrotar a Sauron y valorar las pérdidas, las fuerzas de la luz deben sopesar el nuevo horizonte que se abre ante ellos, que es más incierto de lo que se podría pensar en un principio. El mal ha sido derrotado por un golpe de suerte, no hay que olvidarlo, y aún queda trabajo por hacer y muchos senderos por recorrer.
“La felicidad no se produce por grandes golpes de fortuna, que ocurren raras veces, sino por pequeñas ventajas que ocurren todos los días”, escribía Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos. Llámese el deseo de Gollum ante un acto impensable por parte de Frodo Bolsón tras reclamar el anillo para él en las mismas Grietas del Destino o a una implacable Arya Stark y su bien avenido puñal de acero valyrio, el mal encarnado ha sido eliminado de la manera más improbable o inesperada posible de esta historia. Aunque parezca algo trivial dentro del amplio conjunto del relato, en el fondo todo ha sido orquestado y germinado con el paso de los capítulos, y mientras la amenaza de los vientos del invierno se cernían sobre los vivos, otra sombra crecía en paralelo.
Al igual que Saruman, el propio mal de Cersei Lannister (Lena Headey), figura a la que se empoderado en la adaptación de HBO de manera ridícula y excesiva, ha ido tejiendo su propia venganza desde sus aposentos de Desembarco del Rey. La Guardiana de Occidente, otrora viva imagen de su padre, es uno de los personajes peor tratados en Juego de tronos en las últimas temporadas, una mera y desdibujada carcasa pasto de gifs, frases redundantes y estampas fácilmente olvidables. Pero su conminación constante e imperiosa, uno de los elementos más reiterativos de toda la historia, tiene un marcado sentido narrativo. La lucha por el Trono de Hierro quizás sepa a poco cuando tenemos a un puñado de hombres y mujeres valientes combatiendo contra legiones de espectros y caminantes blancos nacidos del mismo hielo, pero tiene más sentido del que imaginamos. Tras brindar por los que ya no están, recapitular y honrar a los caídos, es el tiempo de luchar por lo que se quiere y ama. El momento de demostrar la valía necesaria para ello. En otras palabras: hablamos del Saneamiento de la Comarca de Juego de tronos. Cuando Tolkien escribió esos inspirados pasajes en su novela, uno de los mejores de todo el Legendarium del profesor, pensó en lo importante que era para sus personajes el tomar las riendas, sin profecías, ayudas o injerencias mágicas de ningún tipo, de una situación compleja e insostenible librada en su propio hogar. ¿Qué hacer cuándo lo que más quieres está siendo dañado y vilipendiado? ¿De qué sirve luchar por el gobierno y reinado del mañana si no existe un mañana?
Vencer al Rey de la Noche era una prioridad. Algo necesario para conseguir un nuevo día, así como un futuro para Poniente, sus reinos y sus gentes. Una vez logrado, tras muchos sacrificios y peajes pagados, es el momento de extirpar y lidiar con los males que aquejan al continente en el que se desarrolla esta epopeya. Así pues, allí dónde la paz vierte lágrimas de sangre, Jon Nieve (Kit Harington) prende fuego a los caídos en la batalla de Invernalia. El antiguo Lord Cuervo, figura trágica como ninguna, vuelve portar la llama de la purificación. El fuego ha estado presente en su vida, pues ya ha enterrado y prendido a otros amigos, camaradas y amores. De hecho, ha jurado pleitesía e hincado rodilla por el mismísimo fuego encarnado, Daenerys Targaryen (Emilia Clarke), prometiéndole fidelidad absoluta en su conquista. El bastardo de hielo, ahora resurgido y rebautizado como Aegon Targaryen ha sido besado y bendecido por el fuego, aunque ello signifique al mismo tiempo una maldición con la que debe aprender a bailar en su particular y peligrosa danza interior. “¿Qué pasará cuando todo termine y el Norte te exija que te postules y tome partido?”, se pregunta Daenerys al explicarle Jon que va a confesarle su secreto a Arya (Maisie Williams) y Sansa Stark (Sophie Turner). “Eres mi reina, y eso no va a cambiar. Y ellos son mi familia. Podemos vivir juntos”, contesta el lado más conciliador de Jon.
Emotivas son las despedidas de cada uno de los protagonistas del relato ante las silenciosas murallas de Invernalia. La dirección de David Nutter puede ser criticable a la hora de mantener la tensión o rodar la acción, pero sí es cierto que tiene un talento especial al encarar esos conflictos que no se ven o no están presentes en una página de guion. El mostrar uno a uno los rostros de los protagonistas mientras las llamas de las piras consumen a los caídos, como en el mejor de los relatos griegos, demuestra mucho gusto en una secuencia que podría haber carecido de importancia debida al estruendo dramático del capítulo anterior. La muerte tiene consecuencias y ecos que tienden a perdurar en Juego de tronos, y este tipo de escenas otorgan un empaque especial al conjunto. Empaque que, desgraciadamente, se desvanece según avance el propio capítulo por culpa de una narración atiborrada en exceso de momentos capitales que se desvanecen y superponen en una larga sucesión de secuencias mal calibradas y dispuestas entre ellas. Un error que desmerece en demasía el libreto y que, a estas alturas de la temporada final, demuestra poco talante y mesura.
Sangre y fuego: cuando el lado Targaryen resurge
La literatura fantástica tiende, por norma general, a crear mundos idílicos o relativamente pacíficos que se ven amenazados por fuerzas oscuras, ejércitos malignos o poderosos hechiceros. Es un patrón que se repite, una y otra vez, con ligeras variaciones en la fórmula. Si bien en el género hemos ido observando una renovación paulatina, es cierto que hasta la entrada de George R.R. Martin no habíamos tenido una aproximación tan real y sólida a lo que podría ser un universo de espada y brujería tangible, con un contexto lo suficientemente creíble como para involucrarse en él. Poniente (y Essos) es un territorio formado, forjado y construido con violencia, en base a las más fútiles alianzas y tras mil batallas. Y en ese organigrama de casas, nobles, viejas y nuevas rencillas, sin olvidar el tinte sobrenatural aportado por los zombis, los dragones y las criaturas que habitan en lo profundo del bosque y los océanos, existe un denominador común al que podemos aferrarnos: los monarcas.
Aunque podríamos utilizar un asterisco remontarnos a reyes antiguos y a algunas leyendas de la antigua Valyria, en Poniente se ha vivido bajo el amparo, la tiranía y el mandato de un sinfín de herederos y encarnaciones de la dinastía de los Targaryen. Los dragones llegaron hace mucho tiempo al continente, demostrando su superioridad militar y física. Pero el aspecto más interesante del relato de George R.R. Martin no es tanto el cómo. Para el escritor, lo interesante de su idea es lo complicado que es gobernar, así como lo complejo que puede ser una figura monárquica en un mundo fantástico. Si ya lo es en la historial real -especialmente en la europea-, imaginad por un momento lo espinoso que debe ser sentarse en un trono de espadas e intentar aplicar la ley y garantizar la estabilidad en un escenario en el que existe la magia y poderes que se escapan a la comprensión y al conocimiento empírico. Esta vertiente separa Juego de tronos de El Señor de los Anillos o la obra de Tolkien, ofreciéndonos un escenario en el que las figuras monárquicas no son perfectas, no están idealizadas y están sembradas de dudas, miedo, incertidumbres y errores. Algunos, como la historia de Poniente ha demostrado, fatales para el común de los mortales.
“La creencia de Tolkien en los gobernantes de una pieza no la comparto, como se ve en mi obra. Se limita a decir que Aragorn fue un rey justo. Y yo tiendo a pensar que sí, que Sauron está vencido, pero que quedan todos esos orcos sueltos y me pregunto si Aragorn no habrá realizado alguna campaña genocida contra ellos, matando incluso a los bebés orcos. No creo en la teoría de los grandes hombres. En mi opinión, los héroes cometen también errores, al igual que los malvados tienen a veces comportamientos nobles. La gente real es así. Hay que tratar de dar lo mejor de nosotros sabiendo que no somos perfectos. Eso es una verdad tan grande como que todos los seres humanos mueren, algo que también es evidente en mis libros, donde nadie está a salvo”, apuntaba Martin en una de sus más recientes entrevistas.
En la adaptación de Weiss y Benioff, se nos ha recalcado la importancia de elegir siempre una figura justa o apta para gobernar Poniente. Tras la derrota de las legiones de no muertos, dicha problemática, vuelve a nosotros. Los últimos Stark tiene grandes aciertos en este campo, pues nos arrojan una y otra vez las dudas y los miedos de esos mismos aspirantes al Trono de Hierro una vez la amenaza del caos y la destrucción desaparecen del mapa. En las últimas temporadas, y tras eliminar el cariz mesiánico de Daenerys Targaryen, ambos guionistas han ido dando oscuras pinceladas sobre la impoluta figura de la reina dragón, cincelándola de nuevo en su apolíneo mármol y creándole visibles imperfecciones. La hemos visto como libertadora, como monarca en una bahía de esclavos y como conquistadora. Pero no como monarca. Sus decisiones, ya sean cimentadas o no en los consejos de sus aliados, han demostrado ser a veces erróneas o poco inteligentes, creando un halo de desconfianza en sus seguidores que comienzan a verla como humana.
Daenerys Targaryen está obsesionada con su destino. Ha sido criada para ocupar el Trono de Hierro, y durante años, se ha levantado y acostado con esa meta en su cabeza. “Es una joven que se metió en una pira llena de llamas con tres piedras y salió con tres dragones, ¿cómo no vas a estar obsesionado con el destino?” explicaba Tyrion Lannister (Peter Dinklage) en uno de sus parlamentos con Lord Varys (Conleth Hill) en las frías y vacías estancias de Rocadragón, hogar de los Targaryen durante cientos de años. La reina de plata ha estado amenazada por el mero hecho de llevar en sus venas la sangre que gobernó con mano dura Poniente, y eso ha sido su bendición y su maldición. "Muchos trataron de matarme. Me han vendido como si fuera una yegua. Me han encadenado y traicionado, violado y deshonrado. ¿Sabes qué me mantuvo en pie durante todos esos años en el exilio? La fe. No en ningún dios, en mitos ni leyendas. En mí misma. En Daenerys Targaryen”, relataba el propio personaje en la serie de televisión durante temporada pasada. Por eso, cuando intenta ganarse el favor del pueblo y de los aliados que la rodean, adquiere una dimensión completamente nueva. Loable es el intento de enterrar el pasado y sembrar el futuro al ofrecerle a Gendry Ríos (Joseph Dempsie) el hogar de la familia Baratheon, legitimando su sangre y brindándole en bandeja Bastión de Tormentas. Su padre, Robert Baratheon, intentó asesinarla varias veces aún siendo un bebé y una niña, pero Dany, en un acto de misericordia y alta política, decide enterrar el hacha de guerra y mostrarse como una figura noble y superior ante sus súbditos y leales aliados.
Sin embargo, al mismo tiempo, Daenerys duda, tiene miedos y ve enemigos y posibles traiciones allá hacia donde mira. El peso de la verdad que se cernía sobre Jon es ahora también su carga, y teme que, como ya ha ocurrido en el pasado más remoto y reciente de Poniente, se vuelva a librar una nueva e interminable guerra que divida a los seguidores que tanta sangre ha costado unir. Esa sombra que cruza de vez en cuando el rostro regio de Daenerys -fantástica Emilia en este episodio-, hiela la sangre y nos expone, frente a frente, con los antiguos y atávicos miedos que surcaban las mentes de los que vivían bajo la dinastía de los Targaryen. Ese recelo al pensar en si el nuevo heredero será de los grandes y justos o de los malvados, retorcidos y locos. “Locura y grandeza son dos caras de la misma moneda y cada vez que un Targaryen nace, los dioses lanzan la moneda al aire y el mundo aguanta la respiración para ver de qué lado caerá”.
Los hacedores de reyes y reinas
Víctor Hugo, autor de Los Miserables, demostró a lo largo y ancho de su obra literaria lo complicado que era ser justo en las más nefastas y pecaminosas situaciones. “Es cosa fácil ser bueno, pero lo más difícil es ser justo”, llegó a escribir. Puedes estar predestinado a ser un buen rey o una buena reina, intentarlo incluso, pero no todo el mundo puede llegar a ser justo en los momentos difíciles. Por eso, cuando Daenerys comienza a tomar malas decisiones una tras otra y el secreto de Jon llega a oídos de Tyrion Lannister, las dudas afloran en la mente del enano. Tras evaluar y medir las fuerzas restantes tras la batalla de Invernalia, deciden comenzar con el sitio de Desembarco del Rey, intentando ponerle fin a Cersei Lannister y pavimentando el camino hacia el mañana en Poniente. Diezmados y heridos, los ejércitos de Inmaculados están reducidos a la mitad y las fuerzas de los Stark y sus vasallos, cansados y exhaustos. El nuevo príncipe de Dorne y otras familias nobles de Poniente ya han decidido apoyar a la reina dragón y su causa, y parece que será cuestión de tiempo que la última ficha incómoda del tablero acabe cayendo. Aún así, y aunque Tyrion apoye a la reina y no sea capaz de traicionarla, busca consejo, refugio y apoyo en la otra gran mente conspiradora de Juego de tronos: La Araña.
Varys y él deponen e instituyen reyes y reinas cuando es necesario, y ante sus ojos se abre un nuevo escenario que no contemplaban. ¿Sería un mejor soberano Jon? ¿Es una opción correcta intentar que se casen y que ambos reinen por igual en los Siete Reinos? En sus mentes y manos tienen el destino de millones de personas -algo que el propio Varys deja caer en una de sus conversaciones durante el episodio-. Echar al traste todo el sacrificio y todos los calculados movimientos realizados durante años para llevar a Daenerys directa al trono en un último momento por un leve indicio de duda, sería un error garrafal que acabaría con la existencia de muchos inocentes, abocando al continente a una nueva guerra sin cuartel entre herederos. La franqueza entre ambos demuestra lo bien que se han confeccionado ambos personajes a lo largo de las ocho temporadas, y nos devuelve a cuando la serie ganaba enteros y seriedad en los dilatados y atribulados concilios y consejos celebrados en la Fortaleza Roja.
La canción de hielo y fuego adquiere tintes shakesperianos, alejándose de la épica y adentrándose más en el concepto de tragedia medieval fantástica. El propio Kit Harington lo dejó entrever en unas declaraciones, y no va mal desencaminado. Los elementos del conocido dramaturgo isabelino han inspirado multitud de historias, películas o series de televisión, y Juego de tronos no debía ser menos. Cuando los personajes de la producción de HBO se alejan del mundanal ruido de las batallas o las celebraciones y comparten los unos con los otros sus propios miedos y aspiraciones, a las espaldas o a los ojos de aquellos a los que aman u odian, el conjunto de la obra se ensancha y adquiere cierto prestigio. El guion, desde hace varios capítulos, ha sido germinando un cierto conflicto entre Jon y Dany, usándolos como una especie de retorcido yin y yang fantástico. Weiss y Benioff se sienten muy cómodos como amos de títeres en esta representación, y consiguen devolver a las bocas de algunos personajes como el citado Tyrion Lannister, sus esperados, recordados y ampliamente celebrados afilados y mordaces diálogos.
Todos los caminos llevan a Desembarco del Rey
El Trono de Hierro es una meta para la serie a nivel de narración o relato, pues todo se ha origina y acaba en él. Es una decisión sólida en términos de estructura que ya hemos explicado, y que tiene cierta lógica en su coherencia interna, al menos para lo que significa Juego de tronos como producción y adaptación televisiva. Pero la fría y afilada poltrona por la que tanto suspiran y maquinan los protagonistas también es un destino físico y perceptible, y eso nos lleva a Desembarco del Rey, capital de los Siete Reinos, lugar en el que todos los caminos y personajes confluyen. Por eso hay partidas y pérdidas que duelen, tanto para los ojos y corazones de los intérpretes de esta historia como para los espectadores. Jaime Lannister (Nikolaj Coster-Waldau) y Brienne de Tarth (Gwendoline Christie) protagonizaron uno de los momentos más memorables, emotivos y brillantes de toda la serie cuando el primero la ordenó caballero antes de la gran batalla. El vínculo existente entre ambos siempre ha sido hermoso, puro e idealizado, pero en este capítulo pasa a un lado más carnal y físico. Ambos demuestran su amor y deseo acostándose tras el banquete celebrado en Invernalia, consumando su relación.
“No he estado segura de la relación entre Jaime y Brienne. No ha sido una historia de amor. Ha sido una especie de relación algo extraña entre un hombre y una mujer que nunca ha podido encontrar su verdadera forma ni su lugar en el mundo”, explicaba Gwendoline Christie al respecto. “Compartir la experiencia de sobrevivir juntos a la guerra y salvar las vidas de los demás demuestra ser una combinación muy embriagadora. Lo físico a menudo libera emociones y creo que eso es lo que sucede: trabajar juntos los liberó”, puntualizaba la actriz a Entertainment Weekly. Tras yacer juntos, Brienne ve que Jaime Lannister la abandona en mitad de la noche acudiendo, de nuevo, a encontrarse con Cersei.
La figura de Cersei siempre ha estado presente en Jaime, forma parte de su propia existencia, y el caballero es consciente de ello. En un monólogo que destroza el corazón de Brienne, personaje que se había abierto por primera vez en su vida a un hombre, el león con la mano de oro le confiesa que todo empieza y acaba en su hermana. “Ella es un ser odioso, como también lo soy yo”. Esta descarnada confidencia en relación a la absoluta devoción que profesa por su melliza es tan emotiva como torpe, ya que volvemos al devenir, confuso y poco perfilado de Jaime en anteriores temporadas de la serie. Es lógico que geográficamente esté destinado a acabar en Desembarco del Rey, concretamente en la batalla que decidirá el destino de Cersei y todo Poniente, y es de aplaudir que siga confiriendo una personalidad enredada y enmarañada para Jaime, uno de los mejores personajes de toda la serie, pero el momento escogido para este monólogo quizás no haya sido el más acertado.
Mejor hilvanada es la despedida de Tormund (Kristofer Hivju) y Jon Nieve. El pueblo libre y el matagigantes han estado muy unidos a Jon. El cuervo les demostró su valía, los lideró y los salvó cuando nadie movió un dedo por ellos. Ambos han visto el verdadero Norte, aquel en el que noche y día se confunden y en el que la nieve lo abraza y rodea todo. Los salvajes no deben partir hacia Desembarco del Rey y librar una batalla que ni les va ni les viene. Por eso, su partida en busca de un hogar ahora que Invernalia está a salvo y los Caminantes Blancos derrotados, es lógica y plausible. La decisión de llevarse a Fantasma con ellos, el lobo huargo de Jon, es igual de bonita. El animal ha estado presente en algunos de los momentos más importantes de la serie, pero es cierto que su utilización ha estado muy restringida y a veces incluso desaprovechada o infravalorada. En camino hacia un destino incierto y sin rumbo aparente, también se encuentran dos almas solitarias con cuentas pendientes.
El Perro (Rory McCann) y Arya montan a caballo. El versado asesino y la heroína de la batalla de Invernalia, cabalgan entre la nieve sin ningún rumbo. El espectador más avezado se dará cuenta de que se trata de una nueva treta de los guionistas: tanto la Stark como Clegane deben cerrar sus respectivos arcos en Desembarco del Rey, enfrentándose a sus objetivos y a sus más inconfesables miedos, como lo es en el caso del perro de los Lannister, que tiene sus propias cuentas pendientes con su hermano. El último de los Stark también nos regala una despedida más entre Jon y Samwell Tarly (John Bradley-West) y Gilly (Hannah Murray). El maestre le confiesa que esperan un hijo, y que si todo va bien y es un chico, le pondrán Jon. “Eres el mejor amigo que jamás tendré”. Tras muchos abrazos, palabras de buenaventura y desaprobaciones implícitas en los silencios, Jon y las tropas norteñas desfilan hacia el sur para deponer a Cersei y su tiranía. Quién sabe si será la última vez que vea los muros de Invernalia o los rostros de aquellos que fueron sus amigos.
Hacia el sur también se encamina Daenerys con los restos de su flota. La Targaryen busca volver al hogar, asentarse en una posición de fortaleza y desde ahí, atizar un golpe de gracia a Desembarco del Rey mediante el asedio. Los dragones de la khaleesi sobrevuelan, como lo hicieran mucho antes en Poniente, los cielos de Rocadragón. De repente, y de forma abrupta, Rhaegal cae abatido por el fuego de una balista. Los escorpiones, aquellos ingenios desarrollados por Qyburn y sus ingenieros en la Fortaleza Roja, han sido perfeccionados y mejorados así como acoplados a los barcos de la flota de Euron Greyjoy (Pilou Asbæk) que comanda la emboscada. En un primer impulso, Dany decide enfrentarse a él directamente mientras cabalga a lomos de Drogon, intentando incinerar a sus enemigos de una única pasada. Pero comprendiendo lo que acaba de suceder ante sus ojos, y tras perder a dos de sus hijos, decide no entrar en el juego del Greyjoy. La madre de dragones ya ha perdido a dos de sus vástagos, que aún siendo armas capitales y de una superioridad aplastante en el campo de batalla, son vulnerables.
Los Targaryen dominaron todo el universo conocido con la ayuda de estas implacables bestias, instaurando un nuevo orden mundial a base del fuego del dragón. Pero como cualquier animal, si respira, se puede matar. O al menos herir. Como casi sucede en la temporada pasada, la ciencia y el ingenio doblega a la naturaleza y el terror que puede llegara a inspirar la superioridad de una bestia alada como Rhaegal o Drogon. “Los dragones son el arma total, la definitiva”, exponía Martin. “Son fuerzas destructivas muy poderosas. Su empleo en la batalla es una opción tremenda, pero gobernar es otra cosa” añadía. Con el dragón de color esmeralda abatido y derribado, la armada se encuentra completamente desvalida y desprotegida, cayendo fácilmente ante el fuego enemigo de las balistas.
En este tramo del episodio la narración se agolpa y atropella, con secuencias inconexas que no dan tiempo a exponer su propia realidad de cara al espectador. Los personajes hablan y parlamentan como si estuvieran completamente ajenos a los hechos que han sucedido minutos antes, muchos de ellos muy graves y capitales para el devenir de los hechos a estas alturas del relato. Es muy difícil no hacerse preguntas de pura lógica, mucha de las cuales quizás no sean jamás contestadas. ¿Cómo han sobrevivido los protagonistas a una emboscada que parecía casi acabar con todos ellos? ¿Por qué Euron no ha asestado un golpe aún más definitivo a los restos de la flota de Daenerys? ¿Por qué no ha decidido asediar o impedir el acceso a Rocadragón a la reina de plata y los suyos? El único botín que se lleva el kraken, más allá de la muesca en su arma que significa el cadáver de un dragón, es a la propia Missandei (Nathalie Emmanuel), una rehén que busca presionar a Daenerys para evitar que arrase la capital del los Siete Reinos con fuego de dragón. La idea de Weiss y Benioff de forzar un parlamento entre las dos reinas es interesante, pero su ejecución es obtusa y poco cuidada, sobre todo a estas alturas de la serie. Comprendemos la imperiosa necesidad de otorgar ritmo a un capítulo que debe funcionar como una bisagra entre dos hechos capitales para Juego de tronos, pero hay maneras y maneras.
El final del capítulo, como veníamos defendiendo y exponiendo anteriormente en el artículo, es una nueva referencia al esqueleto del relato de fantasía más clásico. Con unas pocas tropas, Daenerys Targaryen accede a parlamentar ante Cersei Lannister en las puertas de Desembarco del Rey. Como si se tratase del mismo Aragorn, Boca de Sauron y la Puerta Negra del lejano y oscuro país de Mordor, los partidarios de la reina dragón se agolpan en las murallas de la ciudad roja ante los ojos de las tropas Lannister y los civiles, esperando poder hacer recapacitar a la leona y rescatar a Missandei. Tyrion Lannister y Qyburn, portavoces de sus respectivos bandos, intentan encontrar un punto intermedio que impida el baño de sangre y el daño irreparable que podría causar un nuevo conflicto bélico en la capital. De mano a mano, el gnomo hace todo lo posible para que la diplomacia surta efecto. Pero ni el nigromante ni la propia Cersei, a la que apela directamente usando su sentido materno, están dispuestos a oír.
En una orden fría y directa, manda ejecutar a la consejera y amiga de Daenerys. Missandei, consciente de que no hay camino de vuelta, grita a los vientos una última palabra antes de morir bajo el yugo de la desnortada reina carmesí: “¡Dracarys!” La diplomacia ha fracasado estrepitosamente. Los sabios y bienintencionados consejos, también. Las pérdidas son tan altas que comienzan a ser muy difíciles de afrontar. Todo dependía de un momento, de una chispa o detonante. En los vidriosos ojos llenos de ira y rabia de Daenerys Targaryen podemos ser conscientes de que ya ha prendido. La moneda se ha tirado al aire. Los dioses ya han tomado partido. Han dictaminado que sea a fuego y sangre.
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