Palma de Mallorca acaba de mover ficha con una decisión de calado: prohibirá cualquier nueva licencia de alquiler turístico en todo el término municipal, y congelará el número de viviendas turísticas en las 639 actualmente autorizadas. La medida —anunciada por el alcalde Jaime Martínez (PP)— se incorporará a una modificación del Plan General que irá a pleno en noviembre y tendrá efecto retroactivo de tres meses desde el anuncio para evitar una avalancha de solicitudes.
El Ayuntamiento acompasa la decisión con un paquete más amplio: veto a nuevos albergues juveniles y fin de las ‘party boats’ en el Paseo Marítimo. El mensaje político es inequívoco: frenar la presión turística sobre el parque residencial y atajar la oferta irregular que desborda a la inspección.
El paso no parte de cero. Palma ya vetó en 2018 el alquiler turístico en viviendas plurifamiliares, y ese marco fue respaldado por el Tribunal Supremo en 2023. Lo que ahora cambia es la escala: el cierre total de nuevas modalidades (unifamiliares, por habitaciones y demás) fija un techo definitivo mientras se tramita la reforma urbanística. En paralelo, el debate balear se ha recalibrado este año con el Decreto-ley 4/2025 del Govern, que “rescató” 90.000 plazas de alquiler vacacional condenadas a extinguirse, y con una cláusula que bloquea nuevas declaraciones en determinados supuestos. Ese marco regional —muy contestado por el sector hotelero— convivirá ahora con el cerrojo municipal, lo que augura tensiones jurídicas y operativas en la aplicación.
Techo fijo y encaje autonómico
¿Por qué ahora? Cort esgrime métricas que apuntan a cierta eficacia en el control: en los dos últimos años, el alquiler vacacional habría caído un 18 % en Palma, frente al 3,7 % a escala nacional, según datos citados por el consistorio a partir de Exceltur. La lectura municipal es que endurecer reglas acelera la normalización del mercado de vivienda a largo plazo; la contralectura del sector es que empotra la actividad legal y alimenta la economía sumergida si no se acompaña de inspección y sanción eficaces. En cualquier caso, el Ayuntamiento busca blindar jurídicamente un perímetro nítido: no habrá reposición de licencias si alguna de las 639 se da de baja, y el ‘efecto llamada’ queda neutralizado por la retroactividad.
La ejecución será la verdadera prueba. Con plataformas que mutan su operativa y una constelación de declaraciones responsables y ETV heredadas, el éxito del veto depende de capacidad inspectora, cruce de datos con portales, convenios de ‘notice and action’ y un régimen sancionador disuasorio. La experiencia reciente en la isla muestra el riesgo de efectos indeseados: las 90.000 plazas “regularizadas” por el Govern, lejos de desinflarse, afloraron y se intercambiaron entre propietarios, según informó la prensa local. En ese contexto, Palma intenta cortar el grifo a futuro mientras ordena el legado del pasado inmediato.
Comparativa europea y modelo Palma
En términos comparados, la capital balear se sitúa en el bloque más duro de ciudades europeas frente al alquiler turístico. Barcelona, por ejemplo, ha optado por no renovar licencias de pisos turísticos a medio plazo; Palma, en cambio, cierra el paso ya a nuevas altas y congela el censo existente. Lo hace, además, extendiendo el perímetro de la prohibición a todas las tipologías (no solo pisos), un enfoque que busca evitar efectos sustitución hacia unifamiliares o habitaciones. El paquete sobre albergues y fiestas en barcos completa la señal: contener el turismo de bajo precio y alto impacto que tensiona convivencia y servicios urbanos.
Quedan, eso sí, incógnitas políticas y judiciales. La tramitación urbanística puede recibir alegaciones e incluso recursos de operadores y plataformas; la coordinación con el decreto autonómico será clave para no abrir grietas de inseguridad jurídica; y el Ayuntamiento deberá demostrar que el cierre mejora realmente el acceso a vivienda sin desviar la actividad a la clandestinidad. Aun con esas reservas, el movimiento de Palma —una capital provincial que ya había marcado perfil propio en 2018— es, hoy, la señal más ambiciosa en España contra la turistificación residencial: cortar oferta nueva, consolidar un cupo bajo y ganar tiempo para cuidar el equilibrio entre economía, vecindario y derecho a la vivienda.















