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Un mueso de Alemania triunfa tratando mal a sus visitantes: 70 minutos de humillaciones que conquistan a la Generación Z

Algunos testimonios reconocen que no repetirían la experiencia cada fin de semana, pero sí valoran el experimento como una forma distinta de enfrentarse a la colección, menos reverente y más autoconsciente.
Un mueso de Alemania triunfa tratando mal a sus visitantes: 70 minutos de humillaciones que conquistan a la Generación Z
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Actualizado: 13:30 23/11/2025
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En el Kunstpalast de Düsseldorf han decidido dinamitar la imagen clásica del guía amable que susurra datos eruditos frente a los cuadros. En su lugar, han puesto al frente de algunas visitas a Joseph Langelinck, un “grumpy guide” que el propio museo anuncia como una experiencia “altamente desagradable” y que se ha convertido en un fenómeno: las plazas, dos pases al mes por 7 euros, están agotadas y la lista de espera se alarga ya hasta 2026. Lejos de espantar al público, el reclamo de “pagar para que te traten mal en un museo” está llenando las salas y generando titulares en prensa internacional.

Langelinck no existe: es el alter ego del artista y performer Carl Brandi, un historiador del arte de 33 años que se calza una coleta, adopta gesto de permanente fastidio y se dedica durante 70 minutos a poner a prueba la autoestima cultural del grupo. Pide que identifiquen esculturas mitológicas en voz alta, exige que reciten trabajos de héroes clásicos en orden y chasquea la lengua cuando alguien mira el móvil o intenta sentarse un momento. Su objetivo, reconoce él mismo, es “hacerles sentir lo más ignorantes posible”, pero siempre como colectivo: nunca se mete con el físico ni con rasgos personales de nadie, sino con la supuesta falta de nivel del grupo.

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Un guía cascarrabias como experimento cultural

Debajo de la grosería hay una capa de crítica al propio mundo del arte. El personaje se presenta como descendiente de un antiguo director de la galería de Düsseldorf, resentido porque, según su relato, los actuales comisarios han llenado “su” museo de obras que jamás habrían pasado su filtro. Durante el recorrido no solo ridiculiza a los visitantes, también arremete contra la mezcla de “alto” y “bajo” que propone el Kunstpalast, donde lienzos clásicos conviven con sillas de diseño, un Volkswagen Escarabajo o objetos cotidianos, y donde se invita al público a hacerse selfies bajo lemas como “de Aldi a Rubens”. La figura del guía cascarrabias funciona así como espejo deformante de la propia institución y de cierto elitismo museístico.

El director del museo, Felix Krämer, admite que se inspiró en fenómenos como Karen’s Diner, la cadena de restaurantes donde los camareros son deliberadamente antipáticos, o en locales históricos de “trato bronco” en ciudades europeas, para llevar esa lógica del servicio borde al entorno cultural. No es un simple chiste: el formato juega con la tradición del cabaret agresivo y con obras como Offending the Audience, de Peter Handke, donde se cuestiona al público de forma frontal. El resultado es una especie de performance ambulante en la que la humillación suave va de la mano de una lectura irónica sobre quién tiene el poder de decidir qué es arte y cómo se debe mirar.

Museos menos solemnes y más jugados

La apuesta encaja en un movimiento más amplio: museos europeos que se saben bajo presión —por justificar subvenciones, rejuvenecer audiencias y competir con el ocio digital— y están dispuestos a experimentar con formatos que rompen la solemnidad clásica. El propio reportaje de The Guardian sobre el “grumpy guide” citaba otros ejemplos: las noches nudistas del museo de historia de Stuttgart o las “visitas en calcetines” del Museo Voorlinden, en los Países Bajos, donde se recorre la colección en silencio y descalzo, solo con calcetines, para potenciar la experiencia sensorial. El Kunstpalast encaja su guía gruñón dentro de una iniciativa europea que busca precisamente eso: formatos menos elitistas, más jugados y, sobre todo, más compartibles en redes.

Lo interesante es que, de momento, la jugada parece haber encontrado un equilibrio delicado. La mayoría de los visitantes sale entre la risa y el sonrojo, con la sensación de haber participado en una especie de terapia de shock cultural donde se ridiculiza tanto a la audiencia como al discurso institucional del museo.

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