La imponente silueta del Arco de la Victoria, conocido popularmente como el Arco del Triunfo de Madrid, se erige en Moncloa como un recordatorio arquitectónico de una época que marcó de forma profunda la historia española. Levantado entre 1950 y 1956, en plena posguerra, su construcción obedeció a la voluntad del régimen franquista de dejar un símbolo monumental de la victoria militar tras la Guerra Civil.
Con 49 metros de altura, la estructura buscaba deliberadamente dialogar —e incluso rivalizar— con el Arco del Triunfo de París, una forma de inscribir la memoria del régimen en la tradición de los grandes poderes europeos que celebraban sus conquistas a través de la piedra y la verticalidad.
El proyecto fue impulsado por el Ministerio de Gobernación y contó con la participación de arquitectos como Modesto López Otero y Pascual Bravo Sanfeliú, figuras cercanas a los circuitos oficiales y académicos de la época. Su diseño, de un clasicismo depurado, responde a la estética monumentalista adoptada por el franquismo, que tomaba referencias del imperialismo romano y del neoclasicismo académico. Su monumentalidad, sin embargo, no debe entenderse solo como un gesto arquitectónico, sino también como un instrumento político: la piedra funcionaba tanto como construcción física como mensaje ideológico.
Una puerta para un relato de poder
El emplazamiento del arco no fue casual. Situado en la salida hacia la carretera de La Coruña y frente a la Ciudad Universitaria —escenario clave de la batalla de Madrid—, la obra se posiciona como una especie de marcador territorial. Simboliza la toma definitiva de la capital y, al mismo tiempo, articula una narrativa del espacio: quien entra en Madrid por el oeste atraviesa, simbólicamente, la puerta del triunfo franquista. La ciudad quedaba así definida por un relato monumental que otorgaba al régimen la facultad de ordenar no solo el territorio, sino también la memoria colectiva.
La inscripción en latín que recorre su fachada —Armis hic victor magnanimusque— y la figura ecuestre de Minerva coronando uno de sus frentes completan el programa simbólico de la obra. La iconografía se orienta a vincular la victoria militar con la idea de sabiduría, civilización y orden restaurado. En este sentido, el arco se articula como un artefacto propagandístico de alto impacto, diseñado para ser visible y legible incluso por quienes no compartían la lectura política que pretendía transmitir.
Memorias incómodas en el espacio público
Durante décadas, la presencia del Arco de la Victoria generó escasos debates públicos; formaba parte del paisaje, aceptado con la naturalidad que impone el paso del tiempo. Sin embargo, a partir de los años 2000 comenzaron a intensificarse las discusiones sobre la resignificación de los símbolos franquistas en el espacio urbano. Historiadores, urbanistas y asociaciones de memoria han planteado la necesidad de reinterpretar el monumento, contextualizarlo o, incluso, intervenirlo con dispositivos explicativos que permitan comprender su origen sin reproducir sus valores iniciales.
La legislación española en materia de memoria democrática ha reforzado en los últimos años esa mirada crítica sobre el patrimonio franquista. En este contexto, el Arco de la Victoria se ha convertido en un objeto de debate contemporáneo: ¿debe mantenerse tal como está, ser resignificado o transformarse? La discusión no se centra únicamente en la piedra, sino en la pregunta más amplia sobre cómo las sociedades gestionan los recuerdos incómodos que permanecen inscritos en la ciudad.
Interpretar antes que borrar
Con todo, más allá de la controversia política, el arco constituye un documento histórico de primer orden. Su solidez material y su ubicación estratégica permiten leer en él la trama urbana y cultural de la posguerra madrileña, así como las tensiones entre memoria, identidad y poder que persisten hasta hoy.















