La Torre de Madrid no solo es un hito en el horizonte de la capital; es, sobre todo, el acta notarial de una época que quiso exhibir modernidad a golpe de hormigón armado. Concebida a mediados de la década de 1950 por los hermanos Otamendi —los mismos arquitectos del vecino Edificio España—, se levantó en la recién estrenada Plaza de España con una ambición descomunal: ser el gran rascacielos de la posguerra, símbolo de progreso y escaparate de nuevas técnicas constructivas en un país aún cerrado.
Con 142 metros hasta cubierta y 162 metros si contamos la antena, la obra se ejecutó entre 1954 y el otoño de 1957 (con remates posteriores hasta 1960), una rapidez llamativa para su escala y para el contexto administrativo de la época.
Durante una década, la torre marcó un récord que hoy se menciona poco y que conviene matizar: fue el edificio más alto de Europa occidental hasta 1967 —cuando la superó la South Tower de Bruselas—, y se proyectó, además, como el edificio de hormigón más alto del mundo, algo que entroncaba con la voluntad de demostrar que España podía codearse con la vanguardia técnica del continente. Esa etiqueta de “más alto de Europa” exige precisión histórica, porque la Europa del Este ya contaba con los colosos estalinistas de Moscú; el liderazgo de Madrid se refiere al bloque occidental, que es donde competía en imagen el régimen franquista. En cualquier caso, el dato es inequívoco: la torre reinó en altura en el oeste europeo durante diez años, con su espiral de hormigón imponiéndose sobre Gran Vía como una declaración de intenciones.
Un récord con matices
El edificio nació con una idea casi futurista de ciudad vertical: uso mixto en altura, galerías comerciales, un hotel, oficinas y viviendas apiladas en una “máquina urbana” servida por doce ascensores que, en su día, presumieron de velocidad récord. Esa polivalencia, avanzada para el urbanismo español de los cincuenta, se apoyaba en una estructura de hormigón armado pionera, que Docomomo Ibérico ha subrayado como una de las primeras de gran altura en España y que otorgó al conjunto una robustez y un lenguaje constructivo propios, lejos del historicismo del vecino Edificio España. La Torre de Madrid anticipaba, en definitiva, la lógica contemporánea del “todo en uno” que hoy asociamos a complejos de negocios y residenciales.
Su relación con el entorno, además, consolidó un diálogo urbano que todavía hoy define la postal de Madrid: el tándem con el Edificio España conforma una puerta monumental al final de Gran Vía, una especie de cornisa escalonada que cierra la perspectiva con una contundencia casi cinematográfica. No es casual que la torre apareciera de forma recurrente en el cine español de los sesenta: el edificio funcionaba como atajo visual para contar modernidad, altura y una vida urbana que España aspiraba a consolidar. La operación, impulsada por la Compañía Inmobiliaria Metropolitana, buscaba precisamente eso: una escenografía de progreso que, en el caso del Edificio España, llegó a ser durante unos años el más alto del país hasta que la Torre de Madrid terminó por eclipsarlo en cifras y presencia.
De icono de posguerra a activo híbrido
El paso del tiempo la reconfiguró sin borrar su ADN: tras décadas de uso mixto y cierta pérdida de lustre, la torre inició en 2012 una reconversión interior hacia apartamentos de alta gama en las plantas superiores y, desde 2017, un hotel de cinco estrellas en las inferiores, firmado por Barceló y con interiorismo de Jaime Hayón. Esa actualización —típica de iconos modernistas en capitales europeas— la ha devuelto al circuito internacional, apoyándose en su ubicación estratégica y en la inercia de la renovación integral de Plaza de España. La mezcla actual de residencias y alojamiento refuerza su vocación original de edificio híbrido, a la vez que la adapta a las reglas del turismo y la inversión de la Madrid del siglo XXI.















