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Crítica de 'El baño del diablo' - Una película de auténtico horror histórico a la altura de 'La bruja' de Robert Eggers

La película, basada en hechos reales, ha ganado el Oso de Plata en el Festival de cine de Berlín.
Crítica de 'El baño del diablo' - Una película de auténtico horror histórico a la altura de 'La bruja' de Robert Eggers
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Actualizado: 16:06 28/1/2025
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Toda la película es un viaje por las miserias humanas del siglo XVIII y lo difícil que era la vida por aquel entonces, tal y como hace La bruja de Robert Eggers, sin embargo esta cinta va un paso más allá. El mayor horror que representa no es sobrenatural ni es ficción, es una realidad terrible que se esconde detrás de los fundamentalismos impartidos por la iglesia católica y las almas perdidas que trataban de hacerlo lo mejor posible mientras la propia precariedad, la depresión y otras enfermedades mentales les asfixiaban.

En la Austria rural del siglo XVIII, donde en ríos transparentes se refleja el cielo como en una conjunción casi divina, el infierno se desata en la tierra. Los bosques murmuran secretos olvidados por el tiempo mientras se desarrolla una historia que despoja a esos paisajes de toda inocencia. El baño del diablo, de Veronika Franz y Severin Fiala, que se estrena este 15 de noviembre en el cine en España, no solo destruye la fantasía bucólica del medievo; la retuerce hasta convertirla en una cárcel invisible. En este lugar de aparente serenidad, Agnes, una mujer atrapada en un matrimonio sin amor y bajo el yugo de una sociedad implacable, enfrenta un destino que hace del paraíso una condena. Cada plano es un canto fúnebre a la belleza, cada imagen un bodegón de naturaleza muerta y una promesa rota.

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Los directores convierten el dolor en arte sin romantizarlo.

La pasión de Agnes

Agnes, interpretada con crudeza y melancolía por Anja Plaschg, es más que una protagonista; es la encarnación de un tiempo y un lugar donde las mujeres no eran personas, sino piezas en un engranaje implacable. Desde el momento en que recibe como regalo de bodas un dedo humano cercenado, queda patente que esta no será la típica historia de una mujer oprimida. Cada gesto suyo, desde sus intentos fallidos de conectar íntimamente y emocionalmente con su esposo hasta sus oraciones susurradas al vacío existencial, de las que solo obtiene silencio, destila una tristeza que no tiene compasión con el espectador. Ella no es solo una víctima; es una figura trágica que enfrenta con preguntas que siguen estando de actualidad. ¿Qué hacemos cuando es la propia sociedad la fuente del malestar?

Ecos de la miseria que vivían todos aquellos que no eran ni obispos ni reyes

Inspirada en hechos reales, la película encuentra sus raíces en los oscuros registros del siglo XVIII. De hecho, la mayor sensación de desesperanza del filme acontece al final, cuando antes de los créditos se revelan los hechos reales en los que se basan, avisando al espectador de que todo lo visto y acontecido ocurrió, de hecho, era relativamente habitual. El baño del diablo no es un simple relato histórico; es un espejo deformado en el que incluso la sociedad actual puede verse reflejada y desfigurada. Las mismas estructuras de opresión que llevan a Agnes por el camino de la amargura son aún reales en muchas sociedades. La película, como las aguas que titulan su historia, arrastra consigo una marea de horrores imposibles de ignorar.

No hay opresores en esta realidad, es todo una rueda en la que las víctimas son a su vez verdugos.

La religión como verdugo

El Dios al que Agnes reza no responde. En esta narrativa, la religión no es un refugio, sino una herramienta para mantener el orden social, el medievo, vamos. Franz y Fiala exponen con una brutal honestidad cómo los rituales, las supersticiones y las jerarquías religiosas no solo limitaban las vidas de todas las personas, especialmente de las mujeres, sino que les robaban la posibilidad misma de imaginar otro futuro.

La poética del sufrimiento

Cada escena de esta cinta está impregnada de una sensibilidad casi pictórica. Las tomas de Agnes, aislada en un paisaje tan hermoso como hostil, recuerdan a cuadros barrocos y las pinturas más negras de Goya, que celebran la luz mientras son engullidas por las sombras. Pero esta no es una película para disfrutar; es una obra para experimentar y para sentir, para horrorizarse. Los directores logran una alquimia peculiar: convierten el dolor en arte sin romantizarlo. No hay glamour en la miseria representada, solo una profunda empatía que se filtra a través de la cámara, haciendo sentir al espectador también en una prisión cuyos barrotes son los frondosos bosques austriacos.

Franz y Fiala son maestros en explorar la fragilidad de la mente humana, especialmente cuando esta colapsa bajo las presiones de un mundo insostenible. En Buenas noches, mamá, examinaron la relación madre-hijo; en The Lodge, los fantasmas de un culto. Aquí, llevan su obsesión al extremo, retratando a la protagonista no como una mujer rota, sino como una mente que se resiste a desmoronarse incluso cuando la vida le exige rendirse. Su descenso a la locura es narrado con una precisión casi quirúrgica, pero también con momentos de extraña belleza que nos invitan a cuestionar qué significa realmente estar cuerdo en un mundo que parece diseñado para destruirnos.

El medievo era gris y rojo sangre

La película no busca la sorpresa ni el giro inesperado; es un viaje meticuloso hacia un destino que sabemos inevitable desde el principio; y, sin embargo, el impacto no disminuye. El sufrimiento se siente tan real que parece también del espectador. La estructura social que no deja espacio para la compasión es el verdadero villano. La película convierte las dinámicas familiares y las expectativas sociales en armas que cortan más profundo que cualquier cuchillo. Incluso la suegra de Agnes, es el producto de las mismas normas que ahora perpetúa. No hay opresores en esta realidad, es todo una rueda en la que las víctimas son a su vez verdugos.

El baño del diablo es una película que probablemente no quieras volver a ver, pero jamás olvidarás. Es un recordatorio de que el horror es un susurro sordo que ensordece más que cualquier grito.

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