Durante siglos, el misterio de la desaparición de las aves en otoño desconcertó a científicos y pensadores. Sin evidencia empírica, surgieron teorías que hoy parecen inverosímiles, como la sugerida por Charles Morton en el siglo XVII: las aves, creía, emprendían un viaje migratorio hasta la Luna.
Tal hipótesis, recogida en su obra An Essay Towards the Probable Solution of this Question (1686), fue producto de un tiempo en el que observar los movimientos de la naturaleza carecía de herramientas científicas modernas. En ausencia de conocimientos sobre otras latitudes o sobre las dinámicas atmosféricas, la Luna —visible y misteriosa— parecía una explicación plausible para un fenómeno inexplicable.
No solo a la Luna, también creyeron que hibernaban bajo el agua
Otras hipótesis tampoco se quedaban atrás en extravagancia, tal y como recoge Xataka. Aristóteles, en el siglo IV a.C., había teorizado que algunas especies de aves se transformaban en otras durante el invierno o hibernaban bajo el agua, como describe en su tratado Historia Animalium. En esta línea de pensamiento precientífico, la migración terrestre o hacia climas cálidos apenas era considerada. Fue necesario un evento fortuito para que la comunidad científica empezara a encontrar pruebas sólidas sobre la verdadera naturaleza del comportamiento migratorio de las aves.
Ese momento decisivo llegó en 1822, cuando una cigüeña apareció abatida en la ciudad alemana de Klütz, con una flecha africana de 80 centímetros atravesándole el cuello. El espécimen, conocido desde entonces como la Pfeilstorch ("cigüeña flechada"), fue enviado a la Universidad de Rostock. Allí, los científicos comprobaron que la flecha procedía de una región africana, a más de 3.000 kilómetros de distancia. Como explican fuentes de la Deutsche Ornithologen-Gesellschaft (Sociedad Ornitológica Alemana), este hallazgo fue el primero que documentó empíricamente la migración a larga distancia de las aves europeas.
La resiliencia mostrada por el ave —capaz de volar durante tanto tiempo pese a la herida— no solo asombró a los científicos de la época, sino que subrayó la dureza física de estas especies durante sus viajes. Posteriormente, hallazgos similares de aves heridas con proyectiles foráneos consolidaron la idea de las migraciones estacionales. Además, a finales del siglo XIX, el ornitólogo danés Hans Christian Cornelius Mortensen introdujo el uso sistemático de anillas en las patas de las aves (Mortensen, 1899), un avance crucial que permitió rastrear sus rutas migratorias de forma científica y sistemática.
Hoy sabemos que las cigüeñas europeas migran a África subsahariana cada invierno, siguiendo rutas tradicionales que abarcan miles de kilómetros. Pero no fue gracias a sofisticados satélites ni GPS, sino a una casualidad —una flecha clavada en una cigüeña— que empezamos a comprender este fenómeno fascinante.















