Que haya gente cambiando el chorrito de aceite de oliva por café con naranja en la tostada de jamón parece una provocación directa al “talibanismo culinario” patrio, pero si lo miras desde la fisiología del gusto tiene bastante lógica. El punto de partida de Víctor Sanchego es correcto: el jamón ibérico de bellota tiene una grasa con más de un 55–60 % de ácido oleico, muy parecida en perfil al aceite de oliva virgen extra.
Si a una superficie ya cubierta de grasa rica, compleja y aromática le añades otra grasa igual de potente, el paladar se satura y el matiz fino del jamón se vuelve más difícil de distinguir. Es el mismo efecto de oler demasiados perfumes seguidos: al final sólo percibes un bloque confuso de olor.
En cambio, el café solo juega en otra liga sensorial. Es amargo, ligeramente ácido, tiene taninos y compuestos que dejan sensación “seca” en boca. Todas esas características lo convierten en un limpiador de grasa bastante eficaz: arrastra parte de la untuosidad del jamón y “reinicia” las papilas entre bocado y bocado, algo que en ciencia sensorial se sabe que ayuda a percibir mejor los sabores complejos en productos muy grasos (quesos curados, embutidos, etc.). Por eso en catas profesionales se usan alimentos o bebidas que limpian la boca, no que aportan más grasa.
Café y cítricos contra la saturación grasa
La ralladura de naranja añade una segunda capa interesante. Los aceites esenciales de los cítricos tienen notas aromáticas que encajan bastante bien con el perfil del jamón curado (florales, frutales, un punto resinoso) y, al mismo tiempo, aportan frescor y acidez. Esa acidez es clave para “cortar” la grasa, igual que ocurre cuando tomas jamón con un fino o un espumoso seco: el contraste entre grasa + umami del jamón y acidez + amargor del acompañante realza a los dos. Desde el punto de vista químico, no es muy distinto a lo que se hace en alta cocina cuando se acompaña un plato graso con cítricos o encurtidos para evitar que resulte pesado.
Que la mezcla vaya sobre pan tostado tampoco es casualidad. El pan blanco y crujiente es un lienzo relativamente neutro: aporta textura, algo de dulzor de los almidones tostados y sirve de soporte físico para grasa, café y naranja. Esa combinación de amargo (café), ácido y aromático (naranja), dulce suave (pan) y umami/graso (jamón) encaja muy bien con lo que sabemos sobre cómo el cerebro integra sabores: los contrastes bien medidos suelen aumentar la sensación de “sabor intenso” sin necesidad de añadir más sal o más grasa.
Entre la ortodoxia del jamón y el juego gastronómico
¿Es esta combinación “la mejor” forma de comer jamón ibérico? Probablemente no haya una respuesta universal. Desde la ciencia del gusto, la recomendación clásica sigue siendo que, si quieres apreciar todos los matices de un producto complejo y caro, lo tomes lo más desnudo posible: loncha a temperatura ambiente, poco pan y nada más. Pero como experimento gastronómico, el café con naranja tiene sentido: limpia, contrasta y no compite con la misma familia de grasa que define al jamón ibérico, a diferencia de muchos aceites muy aromáticos.
Y luego está el factor cultural. Que un montón de gente se anime a “jugar” con un icono gastronómico como el jamón ibérico —aunque sea para un desayuno de TikTok que probablemente no se convierta en tradición— indica algo sano: cierta disposición a salir de la zona de confort y a aplicar, aunque sea intuitivamente, ideas que la investigación sensorial lleva décadas describiendo (contrastes, limpieza de paladar, saturación de sabores).















