La resurrección de los muertos es un tema que se ha tratado en la ficción desde prácticamente los inicios del celuloide. Aceptar la pérdida de un ser querido es muy complicado y doloroso y cualquier persona que haya pasado por un duelo similar siempre ha pensado en recuperar a ese familiar, pareja o amigo que nos ha dejado, y eso es un elementos que el cine ha aprovechado en mil y una ocasiones, y en muy pocas ha salido bien. Pero, en la realidad, hubo un científico que intentó demostrar que se puede resucitar a los muertos mediante un sistema un tanto extraño y particular: un columpio. Robert E. Cornish un biólogo y escritor estadounidense nacido en 1903, dejó su huella en la historia por ser conocido por sus experimentos de reanimación.
Robert E. Cornish un biólogo estadounidense, quiso demostrar que se podía resucitar a los muertos con extraños experimentos de reanimación
Robert E. Cornish, fallecido en 1963 a los 59 años de edad, fue un niño prodigio desde los inicios de su carrera estudiantil. El joven se graduó a los 18 años en la carrera de Biología en la Universidad de Berkeley con honores y tan solo cuatro años después ya estaba doctorado. A partir de entonces, la mente del científico quedó obsesionada por algo imposible: resucitar a los muertos.
Sus teorías y experimentos de resurrección despertaron tanta pasión y curiosidad como animadversión y críticas por parte de sus compañeros. En 1931, Cornish empezó con sus prácticas para traer de vuelta a los muertos elaborando una teoría macabra que se basaba en el balanceo de cuerpos (de arriba a abajo), una acción que combinada con la inyección de anticoagulantes y oxígeno, según él, podía generar vida. A ello habría que añadir, a su vez, el bombeo de sangre para reactivar el organismo.
El biólogo ataba los cuerpos que quería resucitar a una especie de plancha inclinada que servía para realizar ese gesto de balanceo. Cornish quería poner en práctica su teoría con humanos, pero primero debía demostrar que era funcional en animales. El científico probó su teoría con varios perros, a los que inyectaba éter para que murieran y así poner en práctica su "descubrimiento". Todos esos animales perdieron la vida a excepción de dos, que sí revivieron con fuertes secuelas (como daños cerebrales severos) y eso supuso la carta de prueba definitiva para que el estadounidense pudiera poner en marcha su obra en personas. Sin embargo, a pesar de tener como voluntario de dicho experimento a un condenado a muerte por homicidios, Thomas H. McMonigle, tanto la comunidad científica como la justicia se opusieron a semejante atrocidad y Cornish no pudo ver cumplido su sueño (de entre otras cosas, porque si lograba resucitar al criminal se le tendría que dar la libertad por cumplir condena).