Fue una mañana fría de enero de 1896 cuando un hecho aparentemente trivial dejó una huella duradera en la historia del tráfico: Walter Arnold, un pionero de la automoción, fue detenido en Paddock Wood (Kent) por circular a unos 8 mph —unos 13 km/h— y acabó con la que suele considerarse la primera multa por exceso de velocidad de la que hay registro. El agente que lo vio arrancó en bicicleta y lo persiguió durante varios kilómetros hasta interceptarlo; la anécdota se conserva en crónicas y en el archivo de récords por una razón muy sencilla: aquel “delito” marcó la colisión entre una tecnología nueva y una ley pensada para otra era.
Cuando un coche necesitaba una bandera roja
Para entender la reacción judicial hay que remontarse a la legislación vigente entonces: las llamadas Locomotive Acts —la más restrictiva de 1865, conocida como Red Flag Act— regulaban los vehículos sin caballo como si fueran máquinas peligrosas. Entre sus requisitos estaban límites de 2 mph en pueblos y 4 mph en campo abierto, la obligación de llevar tres personas y de que un acompañante anduviera delante con una bandera roja para advertir al vecindario. Esas normas, pensadas en la era del vapor y de los carros, chocaban frontalmente con los automóviles a gasolina que empezaban a rodar por las calles.
Cuatro cargos y una multa simbólica
El sumario contra Arnold acumuló cuatro cargos distintos: conducir un “carro sin caballos” por la vía pública, hacerlo sin el número de personas exigido por la ley, no exhibir nombre y dirección en el vehículo y superar el tope de 2 mph. El resultado en la corte fue simbólico: por la infracción de velocidad le aplicaron una multa mínima (la crónica más citada habla de un shilling por el exceso en la velocidad, con costas añadidas; el montante global de sanciones del caso se ha publicado como £4 7s en varias reconstrucciones históricas). El episodio, en suma, fue más boato que ruina económica para Arnold.
Del escándalo al cambio de ley
Lejos de arruinarle, la repercusión pública ayudó al propio Arnold —importador y luego fabricante bajo licencia de modelos Benz— a consolidar su perfil comercial. Y políticamente el episodio aceleró la reflexión: aquel invierno de 1896 desembocó en reformas legales que liberalizaron el uso de vehículos en carretera. La Locomotives on Highways Act aprobada ese mismo año elevó los límites y dejó atrás algunas de las cadenas más ridículas del pasado (entre ellas la figura del peatón con bandera). En pocos meses quedó claro que la ley tendría que adaptarse a una movilidad de motor.
El miedo a lo nuevo y la lección del progreso
La historia de la primera multa contiene, además, una lectura social: el pánico a lo desconocido y la tensión entre innovación y orden público. Los límites draconianos no solo protegían a peatones y caballerías, también salvaguardaban intereses creados —ferroviarios, carreteros— y una sensibilidad pública que veía a las “máquinas” como riesgos inaceptables. Que la primera sanción por velocidad sea hoy objeto de curiosidad muestra cuánto han cambiado las prioridades: de vigilar a la máquina a gestionar una red global de movilidad.















