En la Inglaterra del siglo XVII, el indicador definitivo de que “lo estabas petando” socialmente no era un carruaje más grande ni un traje más recargado, sino algo tan aparentemente humilde como una fruta. Las clases altas se volvieron literalmente locas por la piña, recién llegada de las Indias occidentales, hasta el punto de convertirla en un símbolo de estatus tan codiciado como hoy puedan ser un coche de lujo o una colección exclusiva de muñecos de moda.
Su rareza jugaba a favor del mito: durante décadas solo llegaban a Europa ejemplares contadísimos, transportados desde el Caribe en condiciones precarias, lo que la colocaba automáticamente en el escaparate de lo exótico y lo inalcanzable, tal y como recoge Xataka.
El salto de curiosidad botánica a fetiche de poder se consolidó cuando las monarquías europeas la abrazaron como emblema. Crónicas de la época recogen el entusiasmo de los Reyes Católicos ante las primeras piñas traídas de América, y en Inglaterra se extendió la idea de que Carlos II las servía en banquetes como quien exhibe un trofeo diplomático. La piña tenía algo que ninguna otra fruta local ofrecía: no arrastraba una mochila religiosa ni simbólica. No era “la fruta prohibida” ni remitía a ningún pasaje bíblico. Ese vacío de significado permitió cargarla de nuevas asociaciones: oro, exotismo, “derecho divino” y una especie de aura casi mística que se reforzaba con la propia forma coronada del fruto.
La piña, lujo imposible de morder
La fiebre se desató del todo cuando Europa empezó a intentar lo imposible: cultivar piñas en climas templados. Los invernaderos calefactados y las primeras “pineries” holandesas e inglesas requerían inversiones astronómicas en vidrio, carbón y mano de obra especializada; era horticultura de lujo, no agricultura. Lograr una piña que hubiera madurado en suelo europeo era un hito tan extraordinario que merecía su propio cuadro: ahí está el famoso lienzo de 1720 que muestra la primera piña inglesa de Sir Matthew Decker, presentada orgullosamente como fruto digno de un rey.
Con ese contexto, comérsela sería casi un sacrilegio económico. La piña se convirtió en pieza de atrezzo social. Las familias ricas la exhibían en el centro de la mesa durante banquetes, bailes y recepciones, y solo cuando el fruto empezaba a estropearse se planteaban cortarlo y servirlo. Para quienes no podían permitirse comprar una, surgió un negocio muy rentable: el alquiler. Los anfitriones de segunda fila pagaban por tener una piña “de invitada” unas horas, mostrarla como signo de prosperidad y devolverla después. Se llegó al extremo de pasearla por la ciudad como quien exhibe un bolso de lujo, con el pacto tácito de no admitir nunca que aquella fruta, en realidad, no era suya.
De fetiche barroco a espejo del presente
El símbolo terminó contagiándolo todo. La piña se coló en la arquitectura —con adornos, frontones y esculturas en forma de fruto coronado—, en la vajilla, en los tapices y hasta en construcciones tan estrafalarias como el célebre pabellón Dunmore Pineapple en Escocia, coronado por una piña de piedra de varios metros de altura. Era el recuerdo en piedra de una época en la que una sola fruta podía equivaler al salario anual de un trabajador. Pero, como ocurre con casi todos los objetos de estatus, el hechizo se rompió cuando la logística alcanzó al deseo: los barcos de vapor abarataron y multiplicaron las importaciones desde el Caribe y, más tarde, la piña en conserva terminó de rematar su exclusividad.
Ayer era la piña; hace unos años, una tableta de chocolate “imposible de encontrar”; hoy, un muñeco de colección o un gadget de edición limitada que se exhibe más de lo que se usa. Cambian los objetos, se actualiza el envoltorio, pero el mecanismo de fondo es el mismo: necesitamos cosas que digan algo de nosotros antes incluso de que abramos la boca. En el siglo XVII bastaba con apoyar una piña sobre el mantel para que todo el mundo supiera exactamente en qué escalón social te querías colocar.















