Es una de las películas más sorprendentes del año y es de terror psicológico. A lo largo del tiempo, la figura del fantasma ha encarnado el eco persistente de lo que fue: una entidad suspendida entre realidades, arrastrada por recuerdos inconclusos y emociones no resueltas. Su presencia ha sido constante en la literatura y el cine, moldeando historias desde lo oculto. Sin embargo, rara vez nos hemos detenido a contemplarlo no como fuerza temible, sino como observador silencioso.
¿Qué sucede si dejamos de temerle y lo imaginamos como una mirada flotante, libre de cuerpo, ley o consecuencia? Un espectador invisible que se desliza por el mundo de los vivos, sin que nadie perciba su paso ni su juicio. El cine, arte centrado en la mirada, ha explorado tímidamente la perspectiva del fantasma. A Ghost Story lo hizo desde la melancolía, pero ahora Steven Soderbergh retoma esa inquietud con Presence, ya en Prime Video, donde la cámara se convierte en el espíritu errante.
Soderbergh se cuela como un espectro entre las paredes de una casa suburbana en ‘Presence’, su inquietante incursión en el drama fantasmal: llega a Prime Video
Presence es un ejercicio de estilo contenido y, al mismo tiempo, una meditación fantasmagórica sobre la mirada, el dolor y la intimidad no correspondida. La historia arranca en una casa cualquiera de los suburbios. No sabemos quién mira, ni por qué. Sólo que hay algo —o alguien— ya presente cuando una familia se instala entre esas paredes. Una pareja con heridas mal cerradas, hijos arrastrando silencios, y un pasado que empieza a desbordarse por los marcos de las puertas. El espectro, más que asustar, observa. Se obsesiona. Se desliza. Y poco a poco se va implicando en aquello que contempla.
Lo que comienza como un juego de encuadres y desplazamientos de cámara va mutando en un relato emocional con ecos de Shyamalan, sobre todo en la forma en que las revelaciones se dosifican con precisión quirúrgica, aunque sin llegar al impacto contundente. Aquí, los giros no buscan el sobresalto, sino el eco. Y aunque alguno pueda adivinarse antes de tiempo, lo que importa es el poso emocional, no el golpe de efecto.
Lejos del horror efectista, Soderbergh se decanta por una melancolía que roza el melodrama, pero siempre desde una distancia casi clínica. Su puesta en escena es impecable: planos que explican el espacio antes de dejarlo respirar, encuadres que insinúan antes de mostrar, y una cadencia narrativa que convierte la cámara en conciencia pura.
Presence no aspira a deslumbrar como lo hacía Confidencial (Black Bag), su otro estreno del año en clave de espionaje estilizado. Aquí todo es más sobrio, más contenido. Pero no por ello menos valioso. Estamos ante una variación inteligente —y más emocional de lo esperado— de un viejo tropo cinematográfico, narrada por uno de los cineastas más inquietos y lúcidos del cine americano contemporáneo. Una película que no grita, pero que se queda rondando.
