Los Labubu, esos muñecos de sonrisa malévola y ceño fruncido, han irrumpido en las calles y en las redes sociales como la última fiebre del coleccionismo juvenil. Aunque su estética se aleja de los cánones tradicionales de belleza, precisamente en esa “fealdad” está su atractivo.
Colgados de mochilas y bolsos como llaveros o charms, se han convertido en un fenómeno global, capaz de generar colas de varias horas en la primera tienda de Pop Mart en Barcelona.
Nadie escapa a los labubu, son como las tragaperras
La creación es obra del artista hongkonés Kasing Lung dentro de la serie Monsters de la compañía Pop Mart. Su éxito radica en dos factores: la aleatoriedad en la compra —cada muñeco se vende en una caja cerrada, sin saber cuál tocará— y las tiradas limitadas que refuerzan su exclusividad. Este sistema, que juega con la gamificación del consumo, alimenta tanto la ilusión del coleccionista como la especulación en mercados de segunda mano.
Tras conquistar China, donde en 2024 facturaron unos 355 millones de euros, los Labubu dieron el salto internacional en 2025 gracias a la visibilidad que les proporcionó la cantante Lisa (Blackpink), que los mostró como accesorios de moda. Desde entonces, su expansión ha sido meteórica, con especial acogida en Europa, donde se han convertido en objeto de deseo de adolescentes y jóvenes adultos que no quieren quedarse fuera de la tendencia.
Lo bello del feísmo
Pero ¿por qué triunfa algo considerado objetivamente feo? La explicación hunde sus raíces en la historia del pensamiento estético. Ya en el siglo XVIII, el filósofo alemán Friedrich Schlegel defendía que el arte no debía limitarse a la búsqueda de lo bello, sino a lo interesante, lo que despierta reflexión e impacto. En la misma línea, el investigador contemporáneo Winfried Menninghaus ha estudiado cómo lo desagradable o lo inquietante en el arte puede generar efectos positivos en el espectador, precisamente porque provoca emociones más intensas.
Los Labubu encajan dentro de lo que se conoce como ugly-cute: la combinación de rasgos infantiles —ojos grandes, cabezas redondeadas— con imperfecciones o deformidades que generan ternura a pesar de la fealdad. Esa mezcla activa una respuesta afectiva de protección en quien los contempla. De hecho, expertos en diseño hablan del “atractivo duradero de lo feo”, una estética que, en lugar de desaparecer, se afianza en un mercado saturado de productos simétricos, bonitos y poco memorables.















