El polietileno —el material de las bolsas de supermercado y envases de un solo uso— es el plástico más común del mundo y uno de los más persistentes: puede tardar más de 400 años en degradarse. Sin embargo, un estudio presentado en la Conferencia Anual de la Sociedad de Biología Experimental apunta a un aliado inesperado: la humilde oruga del gusano de la cera (Galleria mellonella), capaz de descomponer este material a una velocidad sorprendente.
Según el equipo liderado por el Dr. Bryan Cassone (Universidad de Brandon, Canadá), unas 2.000 orugas pueden degradar una bolsa de polietileno estándar en apenas 24 horas. Y no se trata solo de masticar el plástico: los insectos lo metabolizan y lo transforman en grasa corporal, un hallazgo inédito en la investigación de residuos plásticos.
Una dieta que mata
La promesa científica tiene, sin embargo, un límite claro. Las orugas no sobreviven con una dieta exclusiva de plástico: en pocos días mueren y pierden gran parte de su masa corporal. El proceso se asemeja a un ser humano alimentándose solo de grasa: se produce una conversión energética, pero faltan los nutrientes esenciales para sostener la vida.
Esto convierte a los gusanos en un modelo biológico valioso, pero inviable como solución directa a escala ambiental. Tal como subraya Cassone, “no se trata de soltar millones de orugas en los vertederos”, sino de comprender y replicar sus mecanismos bioquímicos.
¿Por qué es tan importante?
El polietileno es extremadamente estable desde el punto de vista químico. Su resistencia lo hace útil, pero también responsable de gran parte de los 400 millones de toneladas de plásticos que producimos cada año (UNEP, 2023). El hecho de que un organismo vivo pueda degradarlo en cuestión de horas abre la puerta a enfoques biotecnológicos que hasta hace poco parecían ciencia ficción.
Los científicos exploran actualmente dos caminos:
- Dieta mixta: combinar plástico con azúcares u otros suplementos que mantengan con vida a las orugas, optimizando así su capacidad de biodegradación.
- Biología sintética: identificar las enzimas y bacterias intestinales que realizan la “digestión plástica” y reproducirlas en laboratorio, para crear procesos industriales sin necesidad de criar insectos.
La segunda vía ya ha demostrado ser viable en casos similares: en 2022, investigadores australianos descubrieron que los llamados “super gusanos” podían alimentarse de poliestireno gracias a enzimas intestinales específicas.
¿Una solución milagrosa?
Más allá de la gestión de residuos, el hallazgo abre una posibilidad inesperada: la biomasa generada por las orugas podría destinarse a la acuicultura como fuente proteica. Transformar un desecho ambiental en un insumo para la cadena alimentaria sería un ejemplo claro de economía circular.
El entusiasmo es evidente, pero los expertos advierten que aún estamos lejos de una aplicación práctica a gran escala. Como recuerda un informe del European Food Safety Authority (EFSA, 2023), el uso de insectos en alimentación y procesos industriales exige pruebas de seguridad rigurosas para descartar riesgos biológicos o químicos.
Lo que sí parece claro es que estas orugas han abierto un camino inesperado: la posibilidad de que uno de los problemas ambientales más graves del planeta pueda encontrar solución en los mecanismos evolutivos de un insecto diminuto.















