La nueva versión en acción real de Cómo entrenar a tu dragón deja claro desde el primer momento que no pretende reinventar la historia que ya enamoró a toda una generación. Más bien, se erige como una declaración de amor a la película original de 2010, respetándola casi plano a plano y, paradójicamente, confirmando lo innecesario que resulta un remake tan pronto.
Dean DeBlois, quien ya había convertido la trilogía animada en un fenómeno global, retoma las riendas con un temple admirable, pero es imposible evitar la sensación de que su mayor logro aquí es haber demostrado que los remakes pueden hacerse con honestidad… aunque sigan siendo remakes.
Un espectáculo visual y sonoro que acongoja más que la original
Visualmente, la película es un espectáculo indiscutible. Las escenas de vuelo y las coreografías aéreas con los dragones alcanzan cotas pocas veces vistas, logrando que la acción se perciba como tangible y visceral. La fotografía, que aprovecha al máximo las localizaciones naturales de Islandia e Irlanda, aporta una textura realista y un sentido de aventura que justifica —al menos parcialmente— su existencia en pantalla grande. La labor de los equipos de efectos digitales es tan impecable que cada dragón, cada nube de fuego y cada escama se sienten casi palpables.

El gran pero es que la historia es exactamente la misma
Sin embargo, todo ese músculo visual no logra borrar la pregunta clave: ¿por qué rehacer una obra que ya estaba tan perfectamente afinada? La historia sigue siendo la misma: un joven vikingo, Hipo, descubre la empatía a través de su vínculo con Desdentao, un dragón marginado. La amistad improbable entre dos “inadaptados” desafía las expectativas de una sociedad beligerante, un mensaje universal que ya brillaba sin mácula en la versión animada. Repetirlo con actores reales no lo hace menos válido, pero sí más redundante.
Aumenta de forma considerable en lo emocional
Quizá lo más interesante de esta adaptación es la madurez que aporta. DeBlois y su equipo de guionistas han retocado ciertos matices emocionales y de carácter para acercar a Hipo y Astrid a un público que ya no es infantil, sino juvenil. Los personajes son ahora más conscientes de sus responsabilidades, y los conflictos familiares y de identidad cobran una densidad que, aunque no transforma la historia, le otorga un aire más introspectivo. Es una versión que crece junto a la audiencia que la conoció hace más de una década.
A nivel actoral, la película acierta de pleno con Mason Thames como Hipo: logra dotar al personaje de una torpeza encantadora y de una honestidad que funciona como el motor emocional de la historia. Nico Parker, aunque menos desarrollada como Astrid, aporta carisma y credibilidad a su papel. Sin embargo, los secundarios no tienen la misma suerte: personajes que eran pura chispa en la animación, como Brutacio, Brutilda o Patapez, aquí se diluyen, quedando relegados a meros comparsas de la narrativa central.
Hipo y Desdentao son de lo mejor
Donde sí brilla esta adaptación es en la química entre Hipo y Desdentao, que mantiene intacta la ternura y la complicidad que hicieron de la saga animada un hito de la animación contemporánea. El dragón, apenas rediseñado, consigue equilibrar majestuosidad y ternura, en un resultado que emociona incluso a los más escépticos. Aunque pueda sacar algo de la película en general, por sacrificar el realismo por un diseño más similar al de la película de animación, el resto de dragones lo complementan, ajustándose más a un aspecto atemorizante y reptil.

Desde el punto de vista temático, la película conserva la esencia antibelicista y la celebración de la diferencia que tanto nos gustaba en la animación. La historia sigue siendo una oda a la curiosidad y a la valentía de desafiar los dogmas heredados, algo que sigue resonando en tiempos donde la diversidad y la empatía son más necesarias que nunca. Sin embargo, la fuerza del mensaje no logra contrarrestar del todo la sensación de déjà vu que empapa la película de principio a fin.
Técnicamente, hay que reconocer que el acabado es impresionante. La integración de efectos digitales y la dirección artística logran un nivel de detalle que roza lo obsesivo: los trajes, los cascos vikingos y los paisajes naturales se funden con la mitología dragónica de manera impecable. Pero detrás de esa perfección formal se esconde la paradoja de una película que, por muy bien hecha que esté, no deja de ser un ejercicio de auto-homenaje. La música merece una mención a parte, John Powell repite y mejora muy notablemente lo que hizo acompañando a la saga original.
Al final, la nueva Cómo entrenar a tu dragón es un ejemplo de cómo un remake puede ser excelente en lo técnico a pesar de ontar la misma historia. Es un espectáculo visual y una carta de amor a la saga que se disfruta de principio a fin, aunque apenas aporta nada nuevo a una historia ya consolidada en la memoria colectiva. ¿Necesaria? No. ¿Disfrutable? Sin duda. Y, aunque no pueda superar la magia de la original, al menos nos deja claro que, a veces, volar de nuevo sobre el lomo de un dragón sigue siendo un placer imposible de rechazar.