En un rincón del Adriático donde no hay tiendas, ni restaurantes, ni siquiera carreteras, Werner y Ana llevan dos décadas viviendo a contracorriente. Se instalaron en Mali Srakane, una pequeña isla croata célebre por su naturaleza intacta y su silencio, cuando su hijo necesitó aire puro por un problema de asma. “¿Montaña o mar?”, les planteó el médico. Eligieron mar y nunca miraron atrás. “Llegamos cuando todavía se vivía a la antigua usanza: vino, huertos, vida sencilla”, recuerdan en declaraciones al medio local Dalmacija Danas.
El pulso cotidiano aquí es deliberadamente lento. No hay semáforos ni cláxones; el sonido más “urbano” es el de las campanas de la iglesia, que marcan fiestas como la de Nuestra Señora del Carmen o lanzan avisos a la vecina Veli Srakane en caso de emergencia. La estampa se completa con senderos de piedra, calas transparentes y huertos que sobreviven al ritmo de las estaciones, una postal que explica por qué la pareja define su casa como “un oasis de felicidad”.
Vecinos mínimos, conexión máxima (sin carreteras)
En la isla contigua, Veli Srakane, la población estable apenas llega a tres residentes. Igor Rukavina y su esposa Blanka comparten vecindad con el pescador submarino Dubravko Balenović, que resume la paradoja de estos enclaves: “Tenemos electricidad, agua e internet, pero sin conexión física regular”. La logística, admiten, exige previsión y “buena voluntad”, pero también les protege de la masificación que sufre buena parte de la costa adriática.
La vida, aun así, no está exenta de retos. La sequía estival condiciona qué se planta y cuándo se cosecha. En temporadas secas, cultivar sandías es inviable y el huerto se repliega a tomates, pimientos o judías, cultivos menos sedientos que permiten mantener la autosuficiencia básica. Es la meteorología —más que el mercado— la que dicta el menú y el calendario.
Ritmo propio: entre la renuncia y la recompensa
Para quienes han elegido este modo de vida, el precio de la tranquilidad es, sobre todo, renunciar a la inmediatez. Ir a la ciudad “se hace cuesta arriba”, reconocen: ruido, multitudes, prisas. En las islas Srakane, en cambio, cada jornada se mide por el estado del mar y la luz del día. “Llevamos aquí unos 20 años y uno simplemente se tranquiliza. Tenemos nuestro propio ritmo”, resume Rukavina, una filosofía que comparten sus escasos vecinos.
En tiempos de hiperconexión y agendas apretadas, la historia de Mali y Veli Srakane funciona como contraejemplo: no es un retiro idílico sin costes, sino un pacto consciente con la soledad, la logística y el clima. Aquí, la felicidad no llega por mensajería: se cultiva a mano, temporada a temporada.















