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Un matemático confirma la razón por la vida no debería existir: las probabilidades eran casi cero y necesitó más que química

La frontera ya no es sumar rutas inverosímiles, sino modelar qué arquitecturas de entorno promueven la retención de información útil lo bastante tiempo como para que la selección natural tome el relevo.
Un matemático confirma la razón por la vida no debería existir: las probabilidades eran casi cero y necesitó más que química
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Actualizado: 18:00 8/11/2025
matemáticas
vida

La pregunta del millón —¿cómo pasó la materia inerte a organizarse en la primera protocélula?— acaba de recibir una respuesta incómoda desde las matemáticas. El biofísico Robert G. Endres (Imperial College London) ha calculado la “cuenta de la vieja” de la abiogénesis y su dictamen es tajante: si todo dependiera de azar químico, la vida difícilmente habría aparecido en la ventana de tiempo disponible en la Tierra primitiva.

Su análisis, publicado como preprint revisable, estima que incluso una protocélula mínima exige del orden de 10⁹ bits de información funcional (genética, estructural y dinámica). En una sopa prebiótica turbulenta, donde cada “paso adelante” se compensa con otro hacia atrás, acumular y retener esa información sin un mecanismo físico que la “ancle” resulta estadísticamente desalentador.

La clave del trabajo de Endres no está en sumar bits, sino en introducir un parámetro que los modelos “optimistas” suelen ignorar: la persistencia. La química prebiótica, argumenta, se comporta como un paseo aleatorio; sin memoria de estados previos (retención), la información ganada se evapora. Solo si existe algún sesgo termodinámico o geoquímico —superficies minerales, gradientes en poros hidrotermales, ciclos de secado-rehidratación— que estabilice temporalmente configuraciones útiles, la tasa de acumulación informacional se vuelve viable. En otras palabras, más que “más tiempo” o “más moléculas”, la abiogénesis habría requerido “memoria” en el medio.

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Persistencia: la “memoria” del medio

La aproximación de Endres se inscribe en una corriente que redefine la vida como información que se autopreserva. Christoph Adami ya propuso medir la probabilidad de que surja un replicador no por su química específica, sino por su contenido de información y las distribuciones de monómeros del entorno: a menor “sorpresa” informacional del replicador en ese ambiente, mayor chance de emerger. Esa formulación predice caídas exponenciales de probabilidad si las condiciones no sesgan la síntesis en la dirección correcta, y ayuda a entender por qué ciertos escenarios (por ejemplo, con fuertes gradientes y confinamiento) son más plausibles que otros.

El péndulo, de hecho, oscila entre dos extremos: desde visiones “difíciles” como la de Eugene Koonin, que al cuantificar el umbral mínimo de un sistema traducción-replicación calculó probabilidades cosmológicamente pequeñas en un único “sector” de universo; hasta narrativas experimentales que muestran acumulación y concentración de precursores en microporos hidrotermales. El nuevo trabajo no niega esos microescenarios, pero pone el foco en lo que deben cumplir: sesgos que introduzcan direccionalidad efectiva (persistencia) para que la suma de bits útiles no sea devorada por el ruido.

De lo “improbable” a lo físicamente sesgado

¿Implica esto que “la vida no debería existir”? No: implica que el azar puro no basta. La hipótesis operativa que se desprende es que hubo principios físicos aún por precisar —estructuras de no-equilibrio capaces de almacenar y reinyectar información— que inclinaron la balanza. Ese encuadre también desmonta atajos retóricos: no hace falta invocar panspermia dirigida para salvar las cuentas; hace falta identificar los mecanismos de retención y sesgo que hicieron de “memoria” en la Tierra primitiva y, quizá, en otros mundos. La búsqueda empírica se desplaza así hacia ambientes que ofrezcan confinamiento, gradientes y ciclos que “recuerden” configuraciones: del laboratorio de microfluidos a los poros de basaltos jóvenes.

Hay, por último, una consecuencia metodológica: si la vida es, antes que nada, organización informacional sujeta a persistencia, la IA sirve tanto para estimar complejidades (del plegamiento a redes metabólicas) como para explorar “vías candidatas” bajo restricciones físicas realistas. La frontera ya no es sumar rutas inverosímiles, sino modelar qué arquitecturas de entorno promueven la retención de información útil lo bastante tiempo como para que la selección natural tome el relevo. Ese es el puente entre la matemática de Endres, la teoría informacional de Adami y los escenarios geoquímicos que el campo viene afinando desde hace dos décadas.

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