La impaciencia de una generación que se siente apartada del contrato social ha pasado de los hilos de TikTok a las plazas. Lo que comenzó como un murmullo de frustración por los precios de la vivienda, los salarios estancados y la precariedad crónica se ha convertido en un repertorio de protestas que cruza fronteras y lenguas.
Tras encenderse en Asia, la chispa ha prendido con fuerza en Marruecos: el movimiento Gen Z 212 —llamado así por el prefijo telefónico del país— volvió a concentrarse en Rabat y replicó movilizaciones en Casablanca y Tánger para denunciar el encarecimiento de la vida, exigir más gasto público en sanidad y educación y señalar la corrupción como un freno sistémico a sus expectativas.
La genealogía de esta nueva ola tiene hitos bien reconocibles. En julio de 2022, Sri Lanka vio cómo una protesta estudiantil por la crisis económica desembocaba en una revuelta nacional que derribó al Gobierno. Dos años después, Bangladesh calcó el patrón: una generación conectada, sin líderes visibles, capaz de ocupar las calles mientras orquestaba su logística en redes sociales. Desde entonces, el manual se ha exportado a Madagascar, Indonesia, India o Filipinas, siempre con un denominador común: jóvenes que sienten que el ascensor social se ha averiado y que las instituciones miran hacia otro lado.
De los timelines a las plazas
La estrategia, además, se ha homogeneizado a velocidad de meme. Los símbolos —banderas de anime ondeando sobre mareas de pancartas— y las tácticas —difusión en TikTok, coordinación con VPN frente a la censura, ausencia deliberada de caudillos— se multiplican por efecto red. En Nepal, el intento del Gobierno de sofocar la protesta bloqueando Facebook, Instagram y YouTube terminó por disparar la movilización y forzó la dimisión del primer ministro. Ese éxito, convertido en tutorial colectivo, es el espejo en el que ahora se miran los jóvenes marroquíes.
En Marruecos, el regreso a la calle llega tras una breve tregua y con un pliego de demandas que conecta con la vida cotidiana: listas de espera y carencias en la sanidad pública, costes educativos que expulsan a los más vulnerables y una inflación que tritura salarios de entrada. La consigna central —“dignidad”— funciona como paraguas de agravios y aglutina un malestar que ya no se limita a la queja digital. A su favor, además, juega una ventaja clave: la facilidad para comunicar en francés e inglés y la cercanía —geográfica y mediática— con Europa, que amplifica su relato y acelera la circulación de marcos y apoyos.
Un método que se contagia
Los analistas ven en esta internacionalización de métodos un cambio de escala. “Lo que conecta estas protestas es la percepción de que los canales institucionales están bloqueados para la generación que paga la factura del futuro”, sintetiza el laboratorio Social Change Lab. La protesta, añaden, se vuelve “salida lógica” cuando el cauce político tradicional no ofrece interlocución ni resultados. No es casual que el foco se sitúe en el gasto social: son banderas difíciles de deslegitimar en contextos de desigualdad creciente y economías que presumen de PIB mientras ofrecen menos empleos de calidad a los jóvenes.
El Gobierno marroquí encara así un reto que ya no es un episodio local, sino una curva de aprendizaje global de la Generación Z: descentralizada, nativa digital y con una caja de herramientas que convierte cada intento de represión informativa en combustible para nuevas convocatorias. Los propios organizadores lo admiten sin rodeos: lo ocurrido en Nepal “se extendió globalmente a través de plataformas digitales” y reforzó la idea de ciudadanía interconectada. Si el guion se mantiene, el “212” no será un eslogan efímero, sino otro capítulo de una revolución de baja intensidad que viaja a la velocidad del algoritmo.















