Durante años hemos dado por hecho que los precios terminados en ,99 eran un truco psicológico moderno, casi una travesura del marketing digital. Sin embargo, su origen es bastante más prosaico y tiene que ver con un miedo muy viejo: que el empleado se quede con parte de la recaudación. A finales del siglo XIX, el tabernero James Ritty, en Dayton (Ohio), sospechaba que sus camareros le robaban y terminó ideando, junto a su hermano, una máquina capaz de registrar cada venta: la famosa “caja registradora incorruptible”, patentada en 1883 y germen de lo que luego sería la poderosa National Cash Register.
El siguiente paso fue ingenioso: si un producto costaba exactamente 10 dólares, el camarero podía cobrar en metálico, meter el billete en el bolsillo y nadie se enteraba. Pero si costaba 9,99, estaba obligado a abrir el cajón para dar cambio, lo que hacía sonar la campanita de la caja y dejaba rastro en el contador. Para muchos historiadores del comercio, ahí empezó a generalizarse la manía de fijar precios en 0,49, 0,99 o similares: no tanto para “engañar al cerebro” del cliente, sino para tener bajo control al personal y cuadrar caja al céntimo al final del día.
De truco antirobos a sesgo cognitivo
Con el tiempo, la tecnología cambió —llegaron cámaras, sistemas informáticos, TPV—, pero la costumbre sobrevivió porque encajaba como un guante con algo que sí tiene base psicológica: el llamado “left-digit bias” o sesgo del dígito izquierdo. Diversos estudios de marketing han mostrado que, al leer un precio, prestamos mucha más atención a la primera cifra que al resto. Es decir, 9,99 se percibe como “nueve y pico” y no como “casi diez”, aunque la diferencia real sea irrisoria. Esa percepción de “más barato” alimenta lo que hoy se conoce como charm pricing, todavía recomendada en guías de ecommerce y fijación de precios.
La eficacia del truco se ha medido en tiendas físicas y online. Un trabajo clásico de Schindler y Kibarian en los años noventa ya observó que los precios con final en 99 podían aumentar la demanda de ciertos productos frente a precios redondos, incluso cuando la rebaja real era mínima. Estudios posteriores han comprobado que, en muchas categorías de consumo, las terminaciones en 9 se asocian automáticamente a “oferta” o “buen precio”, hasta el punto de influir en la elección de marca dentro de un mismo lineal.
El 9 como paisaje de fondo
Esa popularidad se ve en los propios datos de mercado: análisis de catálogos y anuncios han encontrado que entre un 30% y un 60% de los precios terminan en 9, según el sector y el país. En prendas de ropa o productos de gran consumo, casi la mitad de las etiquetas acaban en ese dígito, mientras que otro porcentaje nada despreciable se inclina por el 5 como alternativa “menos agresiva” pero aún psicológicamente distintiva frente al redondeo puro. El resultado es que, para el cliente, el 9 ha dejado de ser una curiosidad y se ha convertido en un paisaje de fondo de cualquier compra.















