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Adiós a vivir 200 años: la biología desmonta la longevidad extrema humana a pesar del avance de la tecnología y la IA

Mientras tanto, la biología sigue recordándonos algo incómodo: podemos negociar con ella, pero no reescribirla a capricho.
Adiós a vivir 200 años: la biología desmonta la longevidad extrema humana a pesar del avance de la tecnología y la IA
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Actualizado: 17:01 29/11/2025

Caminar hacia los 120 años se ha convertido en el nuevo mito tecnológico de nuestro tiempo, pero la biología sigue marcando un techo bastante testarudo. Los datos que manejan hoy demógrafos y gerontólogos van en la misma dirección: podemos seguir estirando la esperanza de vida media unas cuantas décadas más, pero la longevidad máxima apenas se mueve. Análisis estadísticos de supercentenarios indican que el récord humano tiende a estabilizarse en una horquilla de unos 115-125 años, incluso en países con sistemas sanitarios avanzados y mortalidad muy baja en edades intermedias. En otras palabras: estamos afinando el coche, pero no parece que el motor dé para mucha más velocidad punta.

La clave está en distinguir dos curvas que solemos mezclar: la de cuánta gente llega a edades avanzadas y la de cuál es la edad máxima que el cuerpo puede soportar sin colapsar. Vacunas, antibióticos, cirugía moderna, saneamiento, control de la hipertensión o del colesterol han desplazado a millones de personas por encima de los 80 y los 90 años en apenas un siglo, algo impensable en la era preindustrial. Pero ese éxito sanitario no ha venido acompañado de una avalancha de nuevos Jeanne Calment. De hecho, desde que la francesa murió en 1997 con 122 años, nadie ha superado con claridad esa marca, y los modelos que extrapolan tasas de mortalidad a edades extremas pronostican una meseta más que una escapada hacia los 140 o 150 años.

Más años de vida, mismo techo

Eso no significa que la biología esté completamente cerrada a ajustes finos. Los estudios sobre envejecimiento celular y resiliencia metabólica señalan rutas prometedoras —mTOR, sirtuinas, autofagia, inflamación crónica de bajo grado— y han permitido alargar de forma notable la vida de ratones, gusanos o moscas en laboratorio. Pero el salto entre esos resultados y un ser humano que vive 50 años más es brutal: somos una especie con un diseño somático pensado para reproducirse, criar durante un tiempo razonable y, a partir de ahí, ir acumulando daños que ni la reparación celular ni el sistema inmune consiguen ya compensar. Se pueden ralentizar algunos de esos procesos, retrasar la aparición de patologías vinculadas a la edad y comprimir la fase de deterioro, pero cambiar el “techo de fábrica” parece mucho más difícil que vender tratamientos que lo prometen.

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Por eso, cada vez más investigadores hablan menos de longevidad extrema y más de healthspan: no tanto cuántos años vamos a vivir, sino cuántos de esos años los pasaremos razonablemente sanos, autónomos y con una mente que funcione. Las proyecciones demográficas para Europa plantean escenarios en los que llegar a los 87-93 años de media a mitad de siglo es verosímil si seguimos reduciendo mortalidad cardiovascular, controlando mejor el cáncer y tratando precozmente la diabetes o la enfermedad renal. Pero que una sociedad llene sus barrios de nonagenarios funcionales no depende de una terapia milagrosa de laboratorio, sino de algo mucho menos glamuroso: décadas de prevención, estilos de vida sostenibles y sistemas sanitarios que no solo parcheen, sino que acompañen antes de que aparezca la cascada de enfermedades crónicas.

Vivir más… y vivir mejor

En ese sentido, las llamadas Zonas Azules, con Okinawa como emblema, funcionan casi como un “estudio clínico” a cielo abierto. Lo que allí se observa encaja con lo que sabemos por epidemiología: dietas hipocalóricas ricas en vegetales y carbohidratos complejos, muy poco ultraprocesado, actividad física diaria integrada en la vida, redes sociales sólidas y un nivel de estrés más bajo que en las grandes ciudades industrializadas. No hay transfusiones de plasma joven, ni protocolos biohackers de miles de euros; hay legumbres, boniato, paseos y sobremesas largas. Esa combinación no rompe el límite biológico, pero sí empuja a mucha más gente a acercarse a él en mejores condiciones de salud.

El verdadero giro de guion, por tanto, no pasa por prometer que todo el mundo vivirá 120 años, sino por asumir que el margen de maniobra está, sobre todo, en hacer que llegar bien a los 90 deje de ser noticia. Eso implica políticas públicas que faciliten comer mejor y moverse más, ciudades menos hostiles al envejecimiento, menos desigualdad sanitaria y una cultura que entienda la vejez como una etapa que merece inversión, no abandono.

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