La pasada noche, un terremoto de magnitud 8,8 sacudió la península de Kamchatka, en Rusia, convirtiéndose en el seísmo más potente registrado en la región desde hace más de siete décadas. Más de 30 réplicas posteriores han sacudido la zona en menos de 24 horas, y el impacto no se ha limitado a los daños materiales o a la evacuación de zonas costeras: Japón, Hawái y la costa oeste de EE. UU. han activado de forma inmediata alertas de tsunami.
Pero aunque todo esto parezca lejano, los efectos podrían sentirse también a miles de kilómetros, en forma de algo mucho más cotidiano: una caída en nuestra conexión a internet.
El terremoto más fuerte en Kamchatka desde 1952 activa una amenaza invisible: tus cables de internet podrían estar en juego
Aunque en aguas profundas estos tsunamis apenas se perciben, el verdadero problema llega cuando las olas se acercan a la costa. Las corrientes se intensifican, la masa de agua gana fuerza, y es entonces cuando los cables submarinos que sostienen buena parte del tráfico global de internet se encuentran en el punto más crítico. Y sí, ya ha pasado antes.
Parece ciencia ficción, pero está documentado. En 1929, un corrimiento submarino en Grand Banks (Canadá) cortó de golpe 12 cables transatlánticos. Las reparaciones tardaron meses. En 2006, Taiwán vivió una experiencia similar. En 2011, el tsunami que golpeó Japón comprometió de nuevo parte del entramado digital. Y más recientemente, en 2022, el volcán Hunga Tonga volvió a poner de relieve nuestra dependencia de lo que ocurre bajo el mar.
La causa no está solo en la fuerza del tsunami en sí. El enemigo real es lo que los expertos denominan como corrientes de turbidez: flujos densos de agua cargada de sedimentos que se desencadenan cuando el mar, tras el seísmo, intenta recuperar su equilibrio. En ese regreso, arrastra toneladas de barro, rocas y materiales que convierten el fondo marino en un torrente devastador. Si uno de estos flujos alcanza un cable, la mezcla de peso y velocidad puede romperlo como si fuese una simple rama.
Por suerte, la arquitectura de internet está diseñada con múltiples rutas. Si un cable falla, los datos se redirigen. Pero no sin consecuencias. La latencia aumenta, el tráfico se congestiona, y lo que antes llegaba en milisegundos ahora tarda segundos. Servicios de streaming degradados, videojuegos con lag insufrible, y sistemas de comunicación en tiempo real sufriendo interrupciones son solo el principio.
A esto hay que sumarle que, en escenarios de emergencia, como el que ahora se vive en el Pacífico, la demanda de datos se dispara: sensores, estaciones costeras, sistemas de evacuación y miles de usuarios intentando informarse al mismo tiempo. Si el tráfico habitual ya era elevado, el cuello de botella es inevitable. Puede que el tsunami no llegue a nuestras costas. Pero si alcanza uno de esos puntos invisibles por los que fluye internet, el impacto puede ser igual de profundo. Y sobre todo, silencioso.















