Durante casi veinte años, cientos de miles de personas cruzaron sin saberlo las puertas de uno de los rascacielos más emblemáticos de Nueva York, ajenos a un grave fallo estructural que amenazaba con convertir la joya arquitectónica en una auténtica trampa. Trabajadores y visitantes subían y bajaban en sus ascensores sin imaginar que la estabilidad del edificio pendía de elementos que no cumplían con los requisitos mínimos de seguridad. Pocas veces en la historia de las grandes ciudades ha ocurrido un caso tan inquietante y poco conocido.
El oscuro secreto del rascacielos maldito de Nueva York: los tornillos no eran suficientes
La historia comienza a principios del siglo XX, cuando la iglesia luterana de San Pedro ocupaba un terreno en la Calle 53, entre Lexington y Tercera Avenida, en Midtown Manhattan. Para la década de 1960, la comunidad religiosa enfrentaba dificultades económicas, y el Ayuntamiento decidió vender el terreno. Las negociaciones se prolongaron años, pues la iglesia exigió que el proyecto incluyera un nuevo edificio separado para continuar con sus actividades.
Finalmente, el proyecto fue aprobado. Citi Bank encargó el diseño del rascacielos a Hugh Stubbins & Associates, mientras que la ingeniería recayó en William LeMessurier. El complejo debía incluir un rascacielos de 46 plantas, una iglesia, espacios públicos y jardines, pero terminó creciendo a 59 pisos y alcanzando los 279 metros de altura, destacando por su techo inclinado a 45 grados.
Lo más llamativo era su base: cuatro gigantescos pilares de 34 metros ubicados en el centro de cada lado, en lugar de las esquinas, dejando espacio para la iglesia debajo y otorgando al edificio un aspecto casi flotante. Este diseño, junto a una estructura triangular oculta bajo la fachada, distribuía el peso hacia el esqueleto exterior.
Sin embargo, esta estructura tenía una debilidad. Las juntas de acero no estaban soldadas como en el diseño original, sino unidas con pernos (tornillos), lo que comprometía su resistencia especialmente frente a vientos diagonales, un factor no contemplado por las normativas locales.
En 1978, una estudiante de Princeton, Diane Hartley, y luego otro alumno del Instituto Tecnológico de Nueva Jersey, alertaron a LeMessurier sobre cálculos erróneos en la resistencia ante vientos diagonales. Los nuevos cálculos indicaron que, bajo ciertas condiciones de viento, las juntas podían fallar poniendo en riesgo el colapso del edificio.
LeMessurier reaccionó con rapidez, coordinando reparaciones nocturnas para reforzar las conexiones con placas de acero y soldaduras. El trabajo se realizó en secreto, y la seguridad del rascacielos quedó garantizada sin causar alarma pública. Solo en 1995, un reportaje del New Yorker reveló al mundo este episodio de ingeniería y prudencia.
Aunque el coste de la reparación ascendió a varios millones, cubiertos por el seguro, el Citigroup Center sigue en pie como un testimonio de la importancia de la vigilancia técnica y la valentía de quienes, como Diane Hartley, ayudaron a evitar una tragedia.















