La cuarta temporada de The Witcher ha aterrizado en Netflix envuelta en un torbellino de desencanto. Desde su estreno el pasado 30 de octubre, el público no ha dejado de manifestar su frustración con una serie que, lejos de recuperar el pulso perdido, continúa erosionando la confianza de sus seguidores más fieles. Ha sido un fracaso en audiencias absoluto.
Las señales de alarma ya estaban encendidas antes del debut. La crítica había pasado la escoba sin miramientos, apuntando a una temporada irregular cuya identidad parecía desdibujarse más allá del mediático relevo de su protagonista. La transición de Henry Cavill a Liam Hemsworth en el papel de Geralt de Rivia era solo la punta visible de un iceberg de problemas narrativos y de tono.
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A los pocos días, los números empezaron a confirmar lo que muchos temían. La nueva tanda de episodios se convirtió rápidamente en la peor valorada de toda la serie: la puntuación de la prensa en Rotten Tomatoes, que ya era modesta con un 60%, se ha desplomado hasta un 56%. Pero, contra todo pronóstico, el verdadero golpe proviene del público, que ha rebajado la temporada a un pírrico 18%, dejando a la franquicia —sumando todas sus entregas— en una media general del 45%, un suspenso que pesa como una losa.
Los datos de audiencia tampoco ayudan. Tras un arranque prometedor que la colocó entre las diez series más vistas del servicio, la caída ha sido brusca y sostenida, confirmando que el interés inicial no se ha transformado en fidelidad.
Todo ello dibuja un panorama incierto para el universo de The Witcher, que en otro tiempo apuntaba a convertirse en una de las grandes sagas televisivas de Netflix. La plataforma sigue adelante con una quinta temporada ya en desarrollo, pero el futuro es cualquier cosa menos luminoso. Especialmente cuando el fracaso no se limita a la serie principal: su spin-off convertido en película, Las Ratas: Una historia de The Witcher, tampoco ha logrado esquivar el tropiezo.















