En una era en la que las pantallas nos rodean desde la cuna hasta la edad adulta, cada vez más padres comienzan a preocuparse por el impacto que la tecnología tiene sobre sus hijos. Según una reciente encuesta de Bright Horizons, el 73% cree que sus hijos necesitan un "detox digital", y no es para menos: el 60% admite que sus pequeños comenzaron a usar dispositivos incluso antes de saber leer.
La cifra es aún más llamativa si consideramos que, entre los niños de 2 a 5 años, la media diaria de exposición a pantallas ya sobrepasa las dos horas, muy por encima de lo que recomiendan los pediatras. Para los expertos, el problema no es solo la cantidad de tiempo que pasan frente a dispositivos, sino la forma en la que se utiliza.
Pantallas encendidas, alarmas también
Programas como La Casa de Mickey Mouse intentan replicar la interacción real a través de pausas y preguntas directas al espectador, simulando la experiencia de juego social. Pero ese intento de imitación no sustituye la importancia del juego con otros niños o con adultos, que es fundamental para el desarrollo de habilidades cognitivas, emocionales y sociales. La pantalla, por más animada que sea, no abraza, no corrige con cariño ni enseña empatía.
El auge de las plataformas de streaming ha roto la barrera de los horarios limitados que antaño imponían las cadenas televisivas. Ahora los contenidos están disponibles 24/7, y con ello se ha multiplicado el tiempo de exposición. Según Common Sense Media, las recomendaciones de la Academia Americana de Pediatría —una hora diaria y solo con contenido educativo— se incumplen sistemáticamente.
Tecnología sí, pero con intención
El resultado es preocupante: problemas en la autorregulación, desarrollo tardío del lenguaje y un aumento de los diagnósticos de ansiedad y depresión en edades cada vez más tempranas. Pero la raíz del problema, apuntan especialistas como Rachel Robertson, no está en la tecnología en sí, sino en la falta de intencionalidad con la que se usa. Padres y madres entregan pantallas como solución rápida ante el aburrimiento, sin detenerse a pensar que están privando a los niños de oportunidades para explorar el mundo real, ejercitar la paciencia o practicar la frustración.
“No es que demos una pantalla por maldad, sino por falta de alternativas”, reconoce Robertson. El problema es que esos minutos de entretenimiento robado son también minutos perdidos de desarrollo clave. La solución no pasa por demonizar la tecnología, sino por incorporarla de forma consciente y educativa. Usar una app para completar una lista de la compra, explorar recetas en familia o buscar datos curiosos sobre lo que comemos puede convertir una pantalla en una herramienta de aprendizaje y no solo de distracción.
En lugar de apagar el dispositivo, la clave está en encender su potencial con propósito. Porque el problema no es que nuestros hijos vivan con tecnología, sino que la vivan sin intención.















