Lo que empezó como una simple solución improvisada a un atasco cotidiano se ha convertido en un símbolo de la economía urbana moderna. En Shenzhen, epicentro del milagro económico chino y ciudad de casi 18 millones de habitantes, los rascacielos tan altos que desafían la paciencia han dado lugar a un empleo insólito: los “repartidores de último tramo”, jóvenes y jubilados que se dedican exclusivamente a subir los almuerzos a las plantas más elevadas cuando los ascensores colapsan.
El fenómeno, descrito por The New York Times, se concentra en el SEG Plaza, un edificio de 70 pisos que alberga miles de oficinas. Durante las horas punta, los repartidores de las plataformas digitales pueden tardar hasta media hora en conseguir un ascensor. Para no perder tiempo ni pedidos, pagan a estos corredores locales —adolescentes, jubilados o desempleados— una comisión mínima de 2 yuanes (unos 28 céntimos de euro) por subir la comida hasta el cliente. Es una microeconomía que mezcla ingenio con precariedad: una respuesta espontánea al atasco de la eficiencia.
De la chapuza al sistema
Lo que comenzó como un favor ocasional se ha convertido en un sistema estructurado. Shao Ziyou, considerado el “pionero” del SEG Plaza, coordina cada día entre 600 y 700 entregas. Ha organizado una red de ayudantes que suben pedidos y se quedan con pequeñas fracciones de cada uno, mientras él actúa como intermediario con las plataformas de reparto. La red funciona por confianza: los repartidores habituales reconocen a Shao y prefieren trabajar con él antes que con desconocidos, garantizando rapidez y fiabilidad.
El éxito del modelo ha atraído a decenas de nuevos corredores y, con ello, la competencia se ha vuelto feroz. Algunos bajan sus precios, otros desarrollan estrategias para optimizar los ascensores o acumulan varios pedidos antes de subir. Pero todo ocurre al margen de cualquier regulación: nadie tiene contrato, seguro ni cobertura laboral. Las discusiones en la entrada del edificio por pedidos perdidos o retrasos son frecuentes, y las sanciones de las plataformas recaen, en última instancia, sobre los eslabones más débiles.
Fronteras borrosas de la legalidad
El auge de estos “stand-ins” generó polémica cuando comenzaron a circular vídeos de menores participando en las entregas. La presión social obligó a las autoridades a intervenir y prohibir el trabajo infantil, limitando la actividad a mayores de 16 años. Sin embargo, el perfil de los trabajadores sigue siendo frágil: jubilados que buscan ingresos complementarios y jóvenes sin opciones estables. Shenzhen se convierte así en un laboratorio donde la flexibilidad extrema de la economía digital roza los márgenes de la legalidad.
Más allá de la anécdota, la escena de decenas de personas subiendo decenas de pisos con bolsas en las manos refleja las tensiones del capitalismo urbano: una ciudad que presume de tecnología punta pero que se sostiene sobre trabajos invisibles, efímeros y mal pagados.















