El espacio cercano a la Tierra está mucho más concurrido de lo que creíamos. Los catálogos de vigilancia de la ESA y la NASA acaban de superar el umbral de los 40.000 asteroides cuya órbita se cruza, en mayor o menor medida, con la de nuestro planeta.
Son los llamados NEO (Near-Earth Objects), una mezcla de rocas y cometas que, en teoría, podrían impactar contra la Tierra en el futuro. Pero ese número, que de entrada suena inquietante, cuenta más una historia de mejora tecnológica que de peligro inminente: vemos más porque miramos infinitamente mejor que hace dos décadas, no porque el Sistema Solar se haya llenado de proyectiles nuevos.
El salto en detecciones ha sido brutal: de alrededor de 1.000 NEOs conocidos a finales de los 90 hemos pasado a decenas de miles, con unos 10.000 incorporados solo en los últimos años gracias a nuevos telescopios, redes de sondeos automáticos y algoritmos que rastrean el cielo cada noche en busca de puntos de luz que se mueven “raro” entre las estrellas. El gran revulsivo que viene ahora es el Observatorio Vera C. Rubin en Chile, con la cámara digital más grande jamás instalada en un telescopio, que está pensado precisamente para eso: barrer el firmamento una y otra vez y detectar cualquier objeto cambiante, desde supernovas hasta asteroides potencialmente peligrosos. Los modelos internos de la comunidad hablan de millones de nuevos asteroides catalogados y hasta del orden de 100.000 NEOs adicionales a medio plazo.
De catastrofismo a defensa planetaria madura
Paradójicamente, cuanto más llenas están las listas, más tranquilos pueden dormir los equipos de defensa planetaria. Los grandes asteroides, de más de un kilómetro, los que sí podrían tener efectos globales, están en su inmensa mayoría localizados y monitorizados, y hoy se considera muy improbable que quede por ahí uno “del tamaño del de los dinosaurios” sin detectar. El foco se ha desplazado a un rango mucho más puñetero: cuerpos de entre 100 y 300 metros de diámetro, difíciles de ver, bastante frecuentes y capaces de arrasar una región entera si dieran de lleno en una zona poblada. Ahí es donde los científicos calculan que solo tenemos controlado en torno a un tercio de la población total, y donde telescopios como Rubin o futuras misiones espaciales dedicadas pueden marcar la diferencia.
El problema con estos asteroides medianos es doble. Por un lado, son mucho más débiles en brillo y solo se dejan ver durante ventanas cortas, cuando la geometría del sistema Sol-Tierra-asteroide acompaña. Por otro, muchos de ellos se aproximan desde la dirección del Sol, una zona ciega para la mayoría de observatorios ópticos terrestres. Eso explica casos recientes como el de 2024 YR4: una roca estimada entre 40 y 90 metros que, en el momento de su descubrimiento, figuró durante unos días en las listas de riesgo con una pequeña probabilidad de impacto en 2032. A partir de ahí entró en marcha el protocolo ya rodado: telescopios de medio mundo lo siguieron, se refinaron las órbitas y la amenaza quedó descartada por completo. Es la norma: casi todos los “sustos” se desinflan a medida que llegan datos nuevos.
Lo realmente peligroso es lo que aún no vemos
Que haya alrededor de 2.000 objetos con “probabilidad distinta de cero” de impacto en los próximos cien años tampoco significa que vayamos a vivir en una película de catástrofes. En la enorme mayoría de esos casos, los riesgos son ínfimos y se refieren a posibilidades tan remotas que rozan la anécdota estadística, además de que muchos de esos cuerpos son tan pequeños que, si llegaran a chocar, se desintegrarían en la atmósfera o causarían daños muy locales. La clave, insisten astrónomos y agencias, es que cada nuevo descubrimiento entra en circuitos de seguimiento, simulación y reevaluación constantes: se amplían las trayectorias calculadas décadas o siglos hacia adelante y se va tachando de la lista todo lo que deja de suponer un problema real.
La lectura importante de ese umbral de 40.000 no es “estamos rodeados de amenazas”, sino “sabemos mucho más de lo que nos rodea que hace solo una generación”. La defensa planetaria se ha convertido en un campo maduro, con protocolos, redes internacionales de alerta y, cada vez más, tecnologías pensadas no solo para vigilar, sino para desviar un objeto si alguna vez hiciera falta. Hay muchos factores capaces de complicarnos la vida aquí abajo antes que un asteroide medio perdido, así que la recomendación sigue siendo la de siempre: preocuparse lo justo… y dejar que los telescopios hagan su trabajo.















