La escalada del precio de la vivienda y el agotamiento del filón de las casas prefabricadas han abierto la puerta a un invitado inesperado en el mercado español: las casas flotantes. Lo que hasta hace poco sonaba a capricho turístico —dormir sobre el agua frente al Peñón en La Línea o en marinas del Mediterráneo— empieza a presentarse como una solución residencial mínima, transportable y relativamente asequible.
Hay modelos europeos de tiny houses adaptadas a plataforma flotante que, en configuraciones de unos 32 m², se anuncian desde unos 25.000 euros, una cifra que compite con muchas casetas prefabricadas en suelo rústico y que, además, evita la parte más cara del problema: el terreno. España ya tiene experiencias de explotación hotelera de casas flotantes en puertos andaluces, como Boat Haus, que prueban que el formato funciona, es confortable y tiene demanda.
El atractivo es obvio: por ese rango de precio se obtiene una estructura ligera, con salón-cocina comprimido, baño completo y uno o dos dormitorios, pensada para amarrar en una dársena o lámina de agua tranquila. Los catálogos de fabricantes náuticos europeos y plataformas como NauticExpo muestran ya viviendas flotantes de entre 30 y 60 m² con distribuciones de apartamento vacacional, materiales marinos y terrazas exteriores que multiplican la superficie habitable en verano. España, que ha vivido el boom de las tiny houses sobre ruedas y de las casas modulares de 20-35 m² en campings y glampings, tiene por tanto un ecosistema listo para dar el salto al agua: empresas acostumbradas a fabricar pequeño, a montar rápido y a entregar productos personalizables, solo que ahora colocados sobre un pontón.
Del nicho turístico al microhogar
Pero aquí llega la parte menos instagramable y más española del asunto: no todo lo que flota puede considerarse vivienda, y no en cualquier sitio. Las autoridades portuarias y las confederaciones hidrográficas regulan quién puede ocupar un amarre, con qué tipo de embarcación y con qué usos, y eso incluye casas flotantes que, a efectos prácticos, son barcos que no navegan. La normativa de navegación en embalses o puertos interiores fija condiciones y permisos, y algunas autoridades han sido muy claras al prohibir la residencia permanente en barcos por razones de seguridad, control del alquiler turístico y ordenación del espacio, como ocurrió en la Marina de Las Palmas, donde vivir a bordo se convirtió en la única salida habitacional para algunos residentes hasta que se limitó. Esto significa que el potencial de las casas flotantes en España no depende solo del precio del módulo, sino de la voluntad de cada puerto o administración de permitir esa ocupación.
Aun así, el contexto les favorece. El alquiler sigue en máximos en buena parte del litoral, la oferta de amarres o dársenas en marinas deportivas es amplia y muchas instalaciones buscan nuevas vías de ingresos más allá del yate clásico. Una casa flotante de 32 m² que paga una cuota de amarre y atrae visitantes funciona casi como un bungalow acuático y encaja en la lógica del turismo de experiencias que ya explotan alojamientos como los de Ayamonte o San Pedro del Pinatar. Para promotores de cámpings, clubs náuticos o ayuntamientos con puertos deportivos pequeños, introducir dos o tres unidades flotantes puede ser más barato y reversible que urbanizar el frente marítimo con obra fija. Ahí está la verdadera “alternativa” a las prefabricadas: no es solo el precio, es la flexibilidad de poner y quitar sin tocar la costa.
Tecnología y coste: la otra ventaja
El otro punto que las hace competitivas es tecnológico. Estos módulos llegan con aislamientos pensados para climas húmedos, depósitos de agua, sistemas solares o de baterías y soluciones de anclaje que se han abaratado gracias al mercado europeo. Los fabricantes de tiny houses que venden desde 25.000-30.000 euros para suelo pueden adaptar ese mismo interior a una base flotante, de manera que el usuario percibe la casa como cualquier microvivienda moderna: ventanas panorámicas, cocina equipada, baño compacto, climatización y, sobre todo, una terraza al nivel del mar o del río que ninguna prefabricada en un descampado puede ofrecer. Para un público joven que no puede comprar piso pero sí pagar una cuota de amarre y busca vivir diferente, el relato es potente.















