La sensación de “hacer clic” con alguien parece magia o telepatía digna de ciencia ficción, pero la neurociencia lleva una década poniendo nombres y métodos a ese chispazo social. En conversaciones reales, los cerebros de quien habla y quien escucha tienden a acoplar sus patrones de actividad: cuando la comunicación fluye, ciertas áreas del oyente se activan con un pequeño desfase respecto a las del hablante, como si ambos compartieran el mismo carril de pensamiento. No es “leer la mente”, sino sincronizar procesos durante el intercambio. Ese fenómeno —acoplamiento neural— se observó con fMRI en un clásico de Princeton y se relacionó con una mejor comprensión del mensaje.
Más allá del diálogo, hay algo aún más llamativo: las personas que ya son amigas procesan el mundo de forma parecida. En 2018, un estudio con vídeos “de la vida real” mostró que los amigos presentaban respuestas cerebrales más similares que los conocidos, y que esa similitud decrecía a medida que aumentaba la distancia en la red social. A esa afinidad de respuestas se la ha llamado “homofilia neuronal” y sugiere que no solo compartimos gustos o ideología: también se parecen los patrones con los que filtramos estímulos complejos.
De la afinidad previa a la amistad
Faltaba saber si esa similitud viene antes de la amistad o es consecuencia de pasar tiempo juntos. La pista más sólida acaba de llegar: un trabajo longitudinal publicado en 2025 evaluó la actividad cerebral de extraños mientras veían los mismos clips y siguió sus relaciones meses después. Quienes mostraban patrones de respuesta más parecidos antes de conocerse tenían más probabilidades de acabar siendo amigos y de acercarse con el tiempo. El diseño, pensado justo para evitar el sesgo de “ya eran amigos”, respalda la idea de que compartimos maneras de interpretar el mundo que nos predisponen a conectar.
El “clic”, en todo caso, no es pura coincidencia ni una mera fotocopia mental. Los estudios de hiperescaneo (registrar simultáneamente a dos o más cerebros) han mostrado que la sintonía se construye en interacción: equipos que cooperan bien exhiben mayor sincronía y eso predice su rendimiento; a la vez, conversaciones entre amigos pueden derivar en más exploración y patrones que divergen con el tiempo, mientras que entre desconocidos suele verse una convergencia progresiva cuando la charla funciona. En otras palabras, conectar no es replicar al otro, sino saber acompasarse… y separarse cuando toca para abrir terreno común.
Lo que la evidencia puede —y no puede— decir
Conviene, eso sí, poner límites a la épica: muchas muestras son pequeñas, los efectos varían según el entorno y medir “acoplamiento” no implica causalidad directa. Revisiones recientes advierten que ruido ambiental, distancia interpersonal o incluso si la interacción es virtual pueden inflar o amortiguar la sincronía; y hay trabajos que subrayan que a veces la desincronización acompaña fases de coordinación eficaz. La moraleja metodológica es clara: la evidencia crece, pero aún requiere contextos más naturales y protocolos comparables antes de hablar de leyes universales del “clic”.
¿Entonces, ciencia o ciencia ficción? La etiqueta futurista ayuda a narrarlo, pero hoy sabemos que parte de esa “telepatía” se explica por dos piezas medibles: similitud previa en cómo interpretamos estímulos complejos y acoplamiento dinámico durante la interacción. Sumadas, inclinan la balanza hacia la afinidad y hacen más probable esa charla que se estira sin mirar el reloj.















