La próxima gran catástrofe volcánica mundial, advierten los científicos, probablemente no nazca de nombres conocidos como Yellowstone o el Etna, sino de volcanes discretos, sin historial reciente de erupciones y apenas vigilados. Estos “volcanes ocultos” entran en erupción más a menudo de lo que solemos imaginar: en regiones como el Pacífico, Sudamérica o Indonesia, un volcán sin registros históricos de actividad despierta, de media, cada siete o diez años.
El caso más reciente es el del Hayli Gubbi, en Etiopía, que en noviembre de 2025 erupcionó por primera vez en al menos 12.000 años, lanzando ceniza hasta unos 13–14 kilómetros de altura y dejando caída de material en Yemen y sobre el espacio aéreo del norte de India.
No hace falta irse muy lejos en el tiempo para encontrar un precedente aún más dramático. En 1982, el casi desconocido volcán mexicano El Chichón, sin monitorización ni memoria viva de actividad, explotó de forma súbita y devastadora. Las nubes ardientes de gas, roca y ceniza arrasaron la selva circundante, dañaron edificios, bloquearon ríos y cubrieron de ceniza zonas tan lejanas como Guatemala. El balance fue de más de 2.000 muertos y 20.000 desplazados, el peor desastre volcánico moderno de México. Pero el impacto real fue global: el dióxido de azufre emitido formó partículas reflectantes en la estratosfera, enfrió parte del hemisferio norte y desplazó hacia el sur el monzón africano, agravando la gran hambruna del Cuerno de África entre 1983 y 1985, que dejó alrededor de un millón de víctimas.
Volcanes famosos… y volcanes ignorados
A pesar de estas lecciones, la inversión mundial en vulcanología se ha quedado muy corta respecto al riesgo real. Menos de la mitad de los volcanes activos del planeta cuenta con un sistema de vigilancia mínimamente robusto, y la investigación científica se concentra de forma desproporcionada en unos pocos colosos famosos. Según los datos citados por el vulcanólogo Mike Cassidy, hay más artículos publicados sobre un solo volcán, el Etna, que sobre los 160 volcanes de Indonesia, Filipinas y Vanuatu juntos, pese a que estas son algunas de las zonas más pobladas y vulnerables de la Tierra. Las erupciones grandes no solo destruyen poblaciones cercanas: pueden enfriar temporalmente el clima, alterar monzones, reducir cosechas y actuar como detonante o amplificador de crisis alimentarias, sanitarias y políticas.
Parte de este problema es psicológico. Tendemos a pensar que lo que ha estado tranquilo seguirá estándolo, el llamado sesgo de normalidad: si un volcán lleva siglos en silencio, se le percibe instintivamente como “seguro”. También funciona la heurística de disponibilidad: las amenazas que recordamos con facilidad —como la nube de ceniza islandesa de 2010 que colapsó el tráfico aéreo europeo— nos parecen más probables que las asociadas a volcanes remotos de los que nunca hemos oído hablar. A esto se suma un patrón muy humano: invertir de verdad solo después del desastre. El Chichón, por ejemplo, solo empezó a estar bien monitorizado después de la catástrofe de 1982. Sin embargo, las estadísticas son claras: alrededor de tres cuartas partes de las grandes erupciones de los últimos siglos proceden de volcanes que llevaban al menos 100 años sin actividad conocida.
Prepararse antes del próximo gran estallido
Cuando se actúa antes de que el volcán despierte, la diferencia es enorme. La combinación de monitorización instrumental, sistemas de alerta temprana y protocolos claros entre científicos y autoridades ha permitido evitar tragedias masivas en varias ocasiones recientes. En 1991, el seguimiento del Pinatubo en Filipinas posibilitó evacuar a tiempo a decenas de miles de personas. Algo similar ocurrió en 2019 en el Merapi (Indonesia) o en 2021 en La Soufrière (San Vicente y las Granadinas): las erupciones fueron destructivas, pero no se convirtieron en matanzas gracias a evacuaciones preventivas y a una comunicación eficaz con la población, donde las erupciones fueron destructivas, pero no se convirtieron en matanzas gracias a evacuaciones preventivas.
Con esa lógica, Cassidy y otros expertos han impulsado la Global Volcano Risk Alliance, una iniciativa centrada en la preparación anticipatoria para erupciones de alto impacto. Su prioridad es reforzar la monitorización y los planes de respuesta en regiones clave de Latinoamérica, el sudeste asiático, África y el Pacífico, donde millones de personas viven cerca de volcanes con escaso o nulo historial documentado.















