La temporada de huracanes del Atlántico —oficialmente, del 1 de junio al 30 de noviembre— se ha convertido en una carrera contra el reloj donde cada hora de ventaja cuenta, no solo para cerrar aeropuertos o activar refugios, sino para mover hospitales de campaña, proteger redes eléctricas y sacar a tiempo a la gente de las zonas que se van a inundar. En ese contexto, la irrupción de modelos basados en inteligencia artificial está cambiando la conversación: ya no se trata únicamente de “por dónde” va a pasar una tormenta, sino de “cuándo” puede dispararse su fuerza, que es la parte más traicionera del pronóstico.
Durante décadas, la predicción operativa se ha apoyado en modelos numéricos que “resuelven” la atmósfera con física y supercomputación. Son potentes, pero lentos y costosos: cada actualización es un despliegue de cálculo, y aun así el margen de error se agranda cuando un ciclón se reorganiza de golpe. Los modelos de IA juegan otra partida: aprenden patrones a partir de océanos de datos históricos (satélites, presión, vientos, temperatura del mar) y, con esa memoria, generan escenarios con una rapidez que permite iterar más y combinar más señales sin esperar horas a que termine una simulación pesada.
La prueba de fuego en temporada real
La prueba de fuego ha sido 2025, una temporada en la que, según contó ABC News citando a la NOAA, algunos de los pronósticos más precisos salieron de sistemas de IA en tareas concretas (sobre todo trayectoria), aunque la referencia sigue siendo el pronóstico oficial del Centro Nacional de Huracanes. Google DeepMind, por ejemplo, presentó su “Weather Lab” como un entorno para generar previsiones probabilísticas de ciclones —decenas de trayectorias posibles y estimaciones de intensidad— con horizonte de hasta 15 días, pensado para complementar el trabajo humano, no para sustituirlo. Y el debate dejó de ser teórico cuando tormentas reales como el huracán Melissa obligaron a decisiones de evacuación y cierres en el Caribe, recordando que la intensidad —no solo el mapa— es la que convierte un pronóstico en una orden de vida o muerte.
Si esa capa de IA acierta antes el “salto” de intensidad, la ganancia no es abstracta: son convoys que salen a tiempo, equipos de rescate colocados en el sitio correcto y mensajes de alerta con menos margen para la duda. En el caso de Melissa, por ejemplo, el propio archivo de avisos del NHC muestra cómo el sistema escaló hasta categoría 5 en su fase crítica, con impactos y avisos de condiciones potencialmente catastróficas. La promesa de estos modelos es precisamente reducir el número de ocasiones en las que una tormenta “parece manejable” y, en pocas horas, se vuelve inmanejable.
Letra pequeña y el futuro híbrido
Pero el entusiasmo viene con letra pequeña. Los meteorólogos que trabajan con estas herramientas insisten en que la IA puede equivocarse —y, cuando lo hace, a veces cuesta explicar por qué—, así que el uso responsable exige validación, comparación constante y una comunicación pública muy cuidadosa para no vender certezas donde solo hay probabilidades. Además, la IA es tan buena como el flujo de datos que la alimenta: si hay turbulencias en la observación (satélites, sensores, disponibilidad de productos), el castillo se tambalea, y de hecho en EE.UU. ya ha habido alertas por recortes o cambios que podrían afectar a datos meteorológicos clave.
La ola no es exclusiva de Estados Unidos. En México, el IPN lleva tiempo empujando una apuesta formativa y técnica para incorporar IA a la predicción de fenómenos extremos —desde ciclones tropicales hasta sequías u olas de calor— con la idea de acelerar cálculos y fortalecer protocolos de protección civil, en coordinación con instituciones meteorológicas nacionales.















