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La prohibición que cambió la historia: el zar Nicolás II le declaró la guerra al vodka y Rusia respondió con una revolución

Lejos de fortalecer al Imperio Ruso, contribuyó a su desintegración, ofreciendo una lección histórica sobre los riesgos de implementar reformas drásticas sin considerar sus implicaciones económicas y sociales.
La prohibición que cambió la historia: el zar Nicolás II le declaró la guerra al vodka y Rusia respondió con una revolución
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Actualizado: 13:05 24/4/2025
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En septiembre de 1914, en plena movilización para la Primera Guerra Mundial, el zar Nicolás II decretó la prohibición de la venta de vodka en Rusia. Esta medida, impulsada por razones morales, políticas y estratégicas, buscaba evitar que se repitiera el caos que el alcohol provocó entre los soldados durante la guerra ruso-japonesa de 1904.

En aquel conflicto, el ejército imperial fue derrotado por Japón —una humillación sin precedentes para una potencia europea—, y muchos cronistas lo atribuyeron, en parte, al alcoholismo generalizado de las tropas.

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Un imperio sobrio... y en crisis

El zar aspiraba a una movilización sobria y eficaz: soldados disciplinados, obreros más productivos y una industria armamentística sin interferencias etílicas. Además, quería asegurar que los cereales como el trigo y la cebada se destinaran a la alimentación, no a la destilación de aguardientes. Sin embargo, esta cruzada por la templanza tuvo consecuencias desastrosas. El vodka no era solo un símbolo cultural profundamente arraigado en la vida rusa —“beber es la alegría de los rusos”, como habría dicho el príncipe Vladímir al rechazar el islam por su prohibición del alcohol—, sino también una pieza clave del sistema fiscal.

Desde 1894, el Estado había instaurado un monopolio sobre la producción y venta de vodka. Esta bebida generaba aproximadamente un tercio de los ingresos fiscales del Imperio. La supresión abrupta de esta fuente dejó un agujero económico en pleno esfuerzo bélico. El ministro de Finanzas, Pyotr Bark, intentó compensarlo con nuevos impuestos, préstamos y emisión de papel moneda, lo que disparó la inflación y desató un ciclo de empobrecimiento acelerado.

Circularon rumores de que el zar y su familia seguían disfrutando del vodka en secreto.

El vodka se escondió... pero nunca desapareció

Como toda ley seca, la prohibición no erradicó el consumo, sino que lo desplazó a la clandestinidad. La producción casera de samogon (aguardiente ilegal) proliferó, desviando recursos agrícolas clave hacia destilerías improvisadas. Esto contribuyó a la escasez de pan en las ciudades, un fenómeno que desató protestas y exacerbó el malestar social. Además, muchos productores legales optaron por exportar sus existencias a Europa y Japón a través de los puertos, saturando el precario sistema ferroviario ruso y obstaculizando aún más el transporte de suministros críticos como alimentos, armas o medicamentos.

El malestar social se convirtió en revolución

La sobriedad forzada no generó una sociedad más disciplinada, sino más consciente del deterioro general. Obreros y campesinos —sobrios, hambrientos y sin medios para sobrellevar la penuria— comenzaron a movilizarse. Las protestas culminaron el 8 de marzo de 1917 y precipitaron la abdicación de Nicolás II solo una semana después. Las huelgas y motines, alimentados por la miseria y la represión, convirtieron el descontento en revolución.

Paradójicamente, el alcohol que el pueblo tenía vedado seguía fluyendo en la corte imperial. Circularon rumores de que el zar y su familia seguían disfrutando del vodka en secreto. Uno de ellos fue confirmado en 1999, cuando se halló un barco hundido con un cargamento destinado a abastecer la despensa imperial. Estas revelaciones no hicieron más que aumentar el desprecio hacia los Romanov.

La creciente percepción de hipocresía en la cúpula zarista, sumada al hambre, la inflación y las derrotas militares, alimentaron un clima insostenible. A lo largo de 1917, la tensión escaló en las calles y en los cuarteles, mientras el prestigio de la monarquía se desplomaba. Ni las promesas de reformas ni los cambios en el gabinete lograron contener la ola de descontento.

En febrero (marzo según el calendario gregoriano), estallaron manifestaciones masivas que desembocaron en la abdicación de Nicolás II y el fin del régimen imperial. El Gobierno provisional que asumió el poder mantuvo temporalmente la ley seca, pero su fragilidad política y la falta de consenso sobre cómo afrontar la crisis facilitaron la llegada de los bolcheviques al poder meses después.

Prohibido por el zar, perseguido por Lenin, resucitado por Stalin

Con la llegada del régimen bolchevique tras la Revolución de Octubre, la prohibición se mantuvo. Lenin la justificó ideológicamente: el alcohol era una herramienta del capitalismo para someter al pueblo. En su visión, comercializar vodka era abrir la puerta al retorno del sistema que la revolución pretendía abolir. Esta postura, sin embargo, duró poco. Tras la muerte de Lenin, Stalin restauró el monopolio estatal del alcohol en 1925, reconociendo su utilidad para financiar el Estado soviético. Curiosamente, Stalin era un gran aficionado al vodka, que regaba las reuniones políticas con litros de "agüita", como también se le conoce popularmente.

El patrón se repetiría en el siglo XX. En 1985, Mijaíl Gorbachov intentó de nuevo reducir el consumo de alcohol mediante restricciones y campañas públicas, dentro de su programa de reformas conocido como perestroika. Aunque no aplicó una ley seca formal, las restricciones provocaron descontento popular y una fuerte caída de los ingresos fiscales. Seis años después, la URSS se desmoronó, en un contexto en el que el alcohol volvió a representar, simbólicamente, una válvula de escape y un síntoma de decadencia.

Un legado de dependencia

La historia de la ley seca rusa de 1914 revela cómo una decisión aparentemente moral puede tener repercusiones económicas y sociales imprevistas. Prohibir el vodka fue un acto de ruptura con siglos de tradición, pero también una medida fiscalmente suicida en tiempos de guerra. Aumentó la pobreza, agravó las carencias logísticas y destruyó un pilar de la cultura popular rusa. El intento de imponer sobriedad en plena tormenta bélica terminó por hacer aún más visible la fractura entre el poder y su pueblo.

A día de hoy, el consumo de vodka sigue siendo elevado en Rusia, aunque ha disminuido en las últimas décadas según informes de la OMS. El legado de esta política fallida sigue vivo como ejemplo histórico de cómo la regulación del alcohol puede moldear, e incluso desestabilizar, los cimientos de una nación.

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