Cuidado con los posibles spoilers a partir de aquí.
Una correcta elección de ángulo, planos y secuencias puede poner a los espectadores el vello de punta, simplemente jugando con los diferentes puntos de vista que encontramos en escena. El Hombre Invisible, la película escrita y dirigida por Leigh Whannell, consigue aterrar al espectador convirtiendo a la misma cámara en el objeto de espanto.
Estamos hablando de una adaptación de la novela de H.G. Wells, así que hacía falta que el villano estuviera presente... sin estarlo. Ansiedad, tensión y la terrible sensación de sentir unos ojos siguiendo nuestras acciones en todo momento, son los ingredientes que el equipo de Whannell consiguen trasladar a los espectadores con sus decisiones de cámara.
El hombre invisible ante las cámaras
La historia nos presenta al personaje de Cecilia, encarnada por la galardonada Elisabeth Moss, que consigue escapar de las garras de su maltratador: el científico Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen). Este es el principio del final para Cecilia, ya que nuestra heroína quedará a expensas de temer que su expareja la persiga allá a donde vaya. Cuál es su sorpresa cuando el hermano de Griffin le hace saber que éste ha muerto. Es aquí donde empieza el juego psicológico entre el propio estrés de Cecilia y la información que los espectadores reciben de la cámara, la verdadera villana de esta historia.
Desde el primer segundo de El Hombre Invisible, descubrimos una secuencia que nos hace incluso aguantar la respiración: hablamos del momento en el que Cecilia recorre las diferentes habitaciones del hogar que comparte con Adrian, con el fin de reunir sus cosas y poder escapar. Moviéndose sigilosa como un gato, la cámara sigue sus pasos señalándose como la auténtica narradora de esta historia. En cierto momento, la cámara se gira hacia un pasillo oscuro, mientras Cecilia continúa deambulando de un lado para otro de la vivienda. El acto reflejo habitual del espectador es esperar que "algo" aparezca en ese pasillo oscuro, pero no sucede nada. Simplemente, nos han puesto el vello de punta y ni siquiera Adrian se ha convertido todavía en el hombre invisible.
Esta narración inmersiva y profundamente psicológica llega de la mano del propio Whannell y el director de fotografía Stefan Duscio, que también formaron equipo en Upgrade (Ilimitado). Juntos, consiguen hacer de la cámara un narrador silencioso, ese hombre invisible que nos acecha y que ni siquiera sabemos si existe o no. En algunas ocasiones, la cámara representa el punto de vista de Adrian: pero la escena del principio de la película nos demuestra que, en otras ocasiones, simplemente es una herramienta puesta a disposición de Whannell y Duscio para estremecer e incomodar a los espectadores.
Después de todo, no podemos olvidar que El Hombre Invisible no deja de representar la lucha de la víctima contra el maltrato del agresor. Así que, mediante el uso mismo de la cámara, el espectador comparte con Cecilia esa sensación de estrés y ansiedad que genera este tipo de circunstancia. A lo largo de la película disfrutamos de diferentes planos y elecciones de fotografía que nos hacen pensar en, precisamente, lo empequeñecida que se siente la víctima ante este tipo de situaciones: cuando se muda a la casa de sus amigos - interpretado por Storm Reid y Aldis Hodge -, la cámara se aleja para ver cómo Cecilia ni siquiera es capaz de llegar hasta el buzón de la esquina. Como si de una cazadora acechadora se tratara, la cámara invita a los espectadores a ser testigos silenciosos del proceso de recuperación y batalla personal de Cecilia.
La escena del ático es una de las más reconocidas de El Hombre Invisible por su fuerza narrativa y por incidir en la idea de que la víctima, en muchas ocasiones por desgracia, tiene que enfrentarse en soledad a la presión de su maltratador o a las consecuencias. En este momento de la película, Cecilia se queda sola después de que Adrian haya hecho creer a sus amigos que ha agredido a Sydney Lanier (Reid). Es entonces cuando Cecilia decide tomar las riendas de la situación, ser ella la que plante cara a su perseguidor: así que le llama por teléfono.
Para sorpresa de Cecilia, el teléfono de Adrian suena directamente dentro de la casa. La vibración de la llamada resuena tanto en el hogar como en nuestra cabeza: y la cámara nos ayuda a comprender lo que está ocurriendo. Desde arriba, nos presenta un plano de Cecilia donde la vemos cada vez más pequeña, como si Adrian la estuviera observando desde el mismo techo. Los mensajes que Whannell y Duscio nos brindan en este momento son varios: desde el mero simbolismo al ver a Cecilia encogida en el suelo, hasta hacernos dudar de si Adrian está allí presente. De nuevo, una elección de cámara sirve para que empaticemos con el personaje, sintamos terror y nos invada esa sensación de agobio característica de estas películas.
Un final donde los juegos de cámaras son los aliados
Lo verdaderamente curioso es ver cómo Cecilia acaba dándole la vuelta a la situación hacia el final de El Hombre Invisible. Las cámaras, que han sido sus acosadoras durante los 124 minutos que dura la película, de pronto se convierten en la herramienta que va a utilizar para acabar con su tortura personal. Colocándose el traje óptico de Griffin que la ayuda a volverse invisible, y aprovechando los ángulos muertos del hogar, nuestra heroína se las arregla para hacer ver que Griffin se ha suicidado rajándose la garganta - una táctica que Cecilia aprende cuando Griffin mata a su hermana realizando la misma técnica -.
Después, se despoja del traje y se precipita sobre el cuerpo de Adrian, fingiendo estar terriblemente sorprendida y aterrorizada ante su suicidio. Sin embargo... en el momento en el que Cecilia se coloca fuera del rango de las cámaras, su semblante se transforma por completo. La víctima ha quedado atrás, y eso es lo que nos narra la fotografía de El Hombre Invisible cuando la vemos abandonar el recinto que un día fue su jaula con gesto triunfante, y no huyendo como al principio de la película. En la obra de Leigh Whannell y Stefan Duscio, en conclusión, se giran las tornas y el círculo se cierra. Dicho de otro modo: la cámara al servicio de la narración.
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