Por si el músculo militar de China no bastara para acaparar titulares, el desfile conmemorativo por el 80 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial dejó una escena inesperada que ha incendiado los debates en medio mundo: la conversación sobre la inmortalidad entre Vladimir Putin y Xi Jinping, filtrada por un micro abierto, y el inquietante horizonte que los avances médicos de Rusia dibujan en torno a la longevidad.
Putin sacude al mundo con su discurso sobre la inmortalidad: el mayor riesgo está en lo que ocurriría después
Lejos de sonar a un desliz improvisado, Putin hablaba con naturalidad sobre un sistema quirúrgico capaz de realizar trasplantes de órganos de forma continuada para rejuvenecer el cuerpo: “Los órganos humanos se pueden trasplantar una y otra vez, y las personas podrán vivir cada vez más jóvenes, incluso alcanzar la inmortalidad”. Preguntado después por esas declaraciones, el presidente ruso no sólo no rectificó, sino que dobló la apuesta: “La esperanza de vida aumentará significativamente”.
Putin no improvisa. En 2024 ya había orientado parte de la estrategia de innovación de su país hacia un ambicioso programa bautizado como New Health Preservation Technologies, un plan que combina biotecnología y neurociencia con el objetivo de desafiar las fronteras actuales de la medicina. La promesa: prolongar la existencia más allá de lo concebible hasta ahora. El problema: los dilemas que esto acarrea.
En primer lugar, el científico. Aunque suene tentador imaginar un catálogo infinito de corazones y pulmones listos para ser sustituidos, la realidad es que el envejecimiento no se reduce a un simple recambio de piezas. Las células, el cerebro, el sistema inmune… todos estos factores actúan como límites biológicos imposibles de sortear con un bisturí. La ciencia, al menos hoy, se muestra escéptica y recuerda que la inmortalidad sigue perteneciendo más al terreno de la propaganda que al de la investigación verificable.
A esa duda se suma el dilema ético: mientras miles de pacientes esperan órganos vitales para sobrevivir a corto plazo, ¿qué legitimidad tendría usarlos para que líderes políticos o magnates multimillonarios alarguen artificialmente sus vidas? La idea de una élite inmortal frente a una mayoría mortal resulta, como poco, perturbadora.
Y luego está lo más inquietante: el impacto social. Incluso si la ciencia abriese de verdad la puerta a una vida prolongada, el escenario al que nos enfrentamos sería poco menos que apocalíptico en términos económicos y demográficos. Sociedades envejecidas, natalidad en retroceso, sistemas de pensiones insostenibles y una sanidad incapaz de sostener el peso de generaciones que se nieguen a morir. La inmortalidad, lejos de ser un sueño, podría convertirse en una maldición. En otras palabras: no es la posibilidad lo que asusta, sino el complejo y delicado mundo que vendría después.















