El cuento de la criada prometía un final de temporada a la altura de una serie que, en sus primeros compases, fue todo un fenómeno. No ha sido así. La ficción distópica, una de las más influyentes de la última década, ha elegido una conclusión simple y ramplona.
Sí, Elisabeth Moss, protagonista, directora y productora, ha defendido la decisión, pero es difícil no ver la reacción que ha generado entre detractores y defensores de una producción que vivió tiempos mejores. El cuento de la criada ha dicho adiós con un regusto extraño, a medio camino entre la calma y la decepción.
Sin épica ni emoción: ‘El cuento de la criada’ concluye de forma polémica y deja mal sabor de boca
Como suele ocurrir, con series de la talla de Lost, Juego de tronos y similares, tal vez sea cuestión de expectativas. O de lo que uno espera cuando se apagan los focos en Gilead. La serie, creada por Bruce Miller y basada en la novela de Margaret Atwood, ha sido una larga travesía emocional que, como ocurre con los libros importantes, termina sin cerrar del todo. Es más: han anunciado una secuela, Los testamentos, que en un error promocional, se confirmó antes del estreno de la quinta temporada. Ya sabíamos qué iba a pasar.
El episodio final, dirigido por la propia Elisabeth Moss, intenta ofrecer un rayo de esperanza, como bien señala mi compañera Belén, pero su tono queda peligrosamente cerca de la melancolía vacía. No funciona. Es un epílogo hinchado, torpe, carente de tensión que se despoja de la energía devastadora de los capítulos de otras temporadas. No hay por dónde cogerlo.
Es muy difícil cerrar bien una historia tan cargada emocionalmente. Más aún cuando llevamos seis temporadas viendo cómo se cuece el horror con una estética de postal. Y pese a eso, sorprende el tono casi cursi de este final. La despedida de June a Serena tiene más intensidad que cualquier otra escena del episodio.
Ni los reencuentros, ni los guiños al pasado, ni siquiera los retornos de personajes clave como Emily o Janine consiguen generar un impacto memorable. Curiosamente, tras haberse apartado durante años de los escritos de Margaret Atwood, intenta rendir tributo a los escritos... Y no lo hace bien. De pronto, se recuerda a sí misma como adaptación: June, narradora literaria por excelencia, empieza a dictar su historia en una grabadora.
“Deberías escribir un libro sobre esto”, le dice Luke, repitiendo la sugerencia que ya le hiciera su madre. La secuencia final conecta directamente con el arranque del segundo capítulo del libro, donde June ya no es solo una superviviente, sino el vehículo de un testimonio. La voz que sobrevive a través del tiempo. La idea es genial, pero su ejecución es torpe, está mal trasladada y la dirección de Moss, protagonista y alma de la serie, no termina de encontrar el ritmo adecuado para una conclusión de este calibre. Su cámara es fría, su narrativa, excesivamente funcional. Como si incluso ella sintiera que la historia ya le queda grande.
Y tal vez lo sea. Porque si algo ha conseguido la serie, especialmente en sus últimas temporadas, ha sido abrir el foco: mostrar que June, por muy icónica que sea, es solo una entre muchas. Una figura casi anónima en una lucha colectiva. Y eso, precisamente, conecta con la ironía final del libro: el apéndice de la novela original sitúa los hechos siglos después, en una conferencia académica que analiza un “presunto manuscrito” cuyas autoras reales son desconocidas.
La historia, en el fondo, no era de una sola mujer, sino de un sistema olvidado y reconstruido por fragmentos. Como Gilead, la serie se desmorona no con un grito, sino con un susurro que intenta parecer importante. Es una lástima que una ficción así, rompedora, original y a veces, profética, con un gusto estético y visual potente, haya terminado de la peor manera posible: como una suerte de parodia de lo que un día fue.















