Laponia, esa región finlandesa que se vende al mundo como el reino eterno de Papá Noel, se ha convertido en el ejemplo más extremo de cómo la fantasía navideña puede arrasar con la realidad. Lo que empezó en los años 80 como un proyecto para reactivar económicamente una zona golpeada por la guerra y el aislamiento —la “Santa Claus Village”, inaugurada en 1985 en las afueras de Rovaniemi— es hoy una industria turística millonaria que mueve más de 400 millones de euros anuales y amenaza con dejar sin aire a los verdaderos habitantes del Ártico. No solo a los vecinos de Rovaniemi, sino al pueblo sami, la comunidad indígena que lleva siglos criando renos, pescando y sobreviviendo en un entorno tan hostil como frágil.
Desde hace unos años, los sami denuncian que su tierra se está convirtiendo en un parque temático sin alma, un decorado donde los turistas buscan auroras boreales bajo techo y se hacen fotos con un actor vestido de Santa Claus mientras las rutas ancestrales de pastoreo se reducen por la expansión de hoteles, carreteras y pistas de esquí. El problema, sin embargo, va más allá del folclore: un análisis citado por The Guardian estima que en apenas una década se han urbanizado 2,7 millones de metros cuadrados de bosque y tundra en un radio de diez kilómetros alrededor de Rovaniemi, y que la mitad de esas superficies se destinaron directamente al turismo. El resto, a la minería y la tala de árboles.
Turismo vs. territorio
La paradoja es evidente: cuanto más crece la imagen idílica de Laponia, más se degrada su paisaje. En los días de máxima afluencia, la población de Rovaniemi —unos 65.000 habitantes— llega a multiplicarse por diez con la llegada de visitantes que aterrizan atraídos por la “auténtica casa de Papá Noel”. Solo la oficina de correos del pueblo recibe unas 30.000 cartas diarias en diciembre, y el aeropuerto se amplía para absorber el flujo constante de vuelos chárter. Mientras tanto, los residentes denuncian que el alquiler y el precio de los alimentos se han disparado y que cada vez resulta más difícil encontrar vivienda asequible. En los últimos años, la gentrificación del Ártico ha dejado de ser una metáfora.
El malestar no es exclusivo de los sami. En Rovaniemi, grupos vecinales organizaron en 2024 protestas para exigir límites al turismo masivo y advertir de que la ciudad se está “despersonalizando”. Las autoridades locales reconocen la tensión: el propio alcalde ha admitido que hay que “buscar equilibrio” entre los beneficios económicos —que son indudables— y el derecho de la población a conservar su entorno y su cultura. En paralelo, el Parlamento finlandés y el Consejo Sami publicaron ya en 2018 una guía de turismo ético que pide evitar actividades que trivialicen las tradiciones indígenas o fomenten el extractivismo. Pero, según los activistas, ese código se ha quedado en papel mojado frente al poder del marketing.
Equilibrio imposible
La presión turística se suma a otros frentes que erosionan la vida lapona: el avance de la minería y las explotaciones forestales está destruyendo los pastos de renos, pilar económico y simbólico de la cultura sami. Una pastora citada por The Guardian describía la situación con amargura: “Nos están quitando el suelo bajo los pies. Primero los turistas, luego las máquinas. Todo lo que queda es ruido y luces”. Las empresas que operan en la región prometen desarrollo y empleo, pero la población local replica que lo que llega es una dependencia aún mayor de un modelo estacional e insostenible.
Mientras el consejo regional de Laponia diseña estrategias para atraer todavía más visitantes —con planes para extender la temporada y sumar otros 200 millones de euros anuales al negocio turístico—, los sami se preguntan qué quedará cuando el espejismo se disipe. Tal vez dentro de unas décadas, cuando la nieve se derrita antes y los renos desaparezcan, el mito de Santa Claus siga recibiendo millones de cartas desde todo el mundo.















