Durante años dimos por hecho que Google encontraba lo que buscábamos, que Amazon ordenaba el escaparate por utilidad y que Facebook nos mostraba lo relevante. Hoy, cada vez más usuarios describen una sensación inversa: resultados hinchados de anuncios, listados que priorizan comisiones, muros llenos de contenidos que pagan por nuestra atención.
No es una mera nostalgia por “cuando internet era mejor”, sino un cambio de incentivos que tiene un nombre antiguo y muy preciso: payola. Igual que en la radio de los 60 se colaban canciones previo pago para fabricar éxitos, buena parte de la web actual parece organizada para que lo que sube no sea lo mejor, sino lo que más rinde al intermediario.
Cory Doctorow ha explicado este viraje como un ciclo económico de tres actos: primero, la plataforma mima al usuario para crecer; después, exprime a los usuarios para atraer a las empresas; por último, exprime también a las empresas que acuden a ese canal. El desenlace lógico es la “mierdificación”: la experiencia se degrada porque el objetivo deja de ser resolver una necesidad y pasa a ser optimizar el embudo de captación, conversión y retención. En ese punto, buscar una reseña honesta, una oferta real o un post que no sea publirreportaje disfrazado se vuelve un ejercicio de excavación: capas de anuncios, recomendados “por tu bien” y listados que empujan a quien paga mejor, no a quien sirve mejor, la “mierdificación”.
De ciclo virtuoso a desgaste
La analogía con la payola no es sólo estética: también es regulatoria. Aquel escándalo radiofónico desembocó en obligaciones de disclosure para señalar lo patrocinado. En la economía de plataformas, el etiquetado existe, pero convive con formatos ambiguos —resultados “promocionados” que parecen orgánicos, recomendaciones “personalizadas” que son inventario publicitario, vendedores que compran visibilidad imitando señales de calidad—. Cuando el mercado publicitario se integra hasta el tuétano del producto, distinguir dónde acaba el servicio y empieza el anuncio se convierte en una tarea que el usuario no puede ni debería asumir.
El resultado es paradójico: los gigantes mantienen una posición dominante porque siguen siendo la “ventana por defecto”, mientras crece el desgaste y se abren fugas por los bordes. Una parte de ese éxodo está migrando consultas y compras hacia modelos conversacionales y verticales más estrechos (boletines especializados, buscadores de nicho, comparadores con curación humana, foros resucitados), no porque sean milagrosos, sino porque, por ahora, su relación señal-ruido es más saludable. Como ocurrió con la radio tras la payola, el péndulo no vuelve solo; hace falta competencia real y, sobre todo, restaurar la confianza: claridad sobre lo que es publicidad, límites a la auto-preferencia y métricas que vuelvan a premiar la satisfacción del usuario, no sólo el revenue por sesión.
Comercio, algoritmos y criterio
En el frente de comercio, el problema se multiplica. Si cada clic es una puja y cada reseña una sospecha, la asimetría informativa se dispara: el consumidor cree comparar opciones, pero en realidad está navegando un tablero de incentivos donde paga el que puja mejor. Ese sesgo reconfigura la oferta: marcas que diseñan para el algoritmo (títulos, fotos, embalajes) antes que para el cliente, rankings que oscilan con la campaña de la semana, catálogos inundados de clones. El coste no es sólo un peor producto: es la erosión del propio criterio, sustituido por una coreografía de “recomendados para ti” que convierte la decisión en una función de subasta.
¿Hay salida? La historia sugiere dos soluciones: transparencia y fricción bien diseñada. Transparencia significa etiquetado legible —no sólo legal—, auditorías independientes de sistemas de recomendación y separación clara entre orgánico y pagado. Fricción significa devolver control al usuario aunque cueste un clic más: filtros que prioricen “menos anuncios”, ordenaciones por “relevancia verificada”, señales públicas que penalicen el clickbait y la reseña comprada. Es menos glamuroso que prometer una IA redentora, pero más efectivo para revertir la pendiente resbaladiza que nos trajo hasta aquí.















