Por primera vez en milenios, tenemos el privilegio -y el desconcierto- de presenciar la domesticación de una especie en tiempo real: los mapaches. O, si lo prefieres, la manera en que llevamos miles de años disneyficando la naturaleza a nuestro antojo.
En algunas ciudades de Estados Unidos, lo de los mapaches se ha convertido en un auténtico caos. La explosión demográfica urbana, la incursión constante en propiedades privadas, su comportamiento imprevisible y el riesgo sanitario que conllevan han convertido a estos pequeños mamíferos en un problema cotidiano. La fuente de todo este descontrol es, paradójicamente, lo que los humanos dejamos tras de nosotros: la basura. Gracias a ella, los mapaches encuentran alimento abundante, y eso los empuja a acercarse cada vez más a nuestros hogares.
La historia de la domesticación se repite en vivo y en directo: esta vez con mapaches
Pero mientras algunos los ven como una plaga, los científicos observan un fenómeno fascinante: los mapaches están en pleno proceso de domesticación. Sí, has leído bien. Un estudio reciente analizó 20.000 fotografías de mapaches urbanos y rurales y descubrió “una reducción clara en la longitud del hocico”, un cambio físico que, según Nardine Saad en la BBC, recuerda a las primeras fases de domesticación vistas en perros y gatos.
No es solo el hocico: Artem Apostolov, investigador principal del estudio, apunta que los animales muestran “respuestas de huida o de lucha atenuadas” y parecen sentirse más cómodos cerca de los humanos. Pequeños gestos que, en conjunto, podrían señalar el inicio de un proceso que en otras especies tardó miles de años en consolidarse.
La razón de este cambio tiene un nombre: basura. “Dondequiera que los humanos dejamos residuos, los animales lo encuentran irresistible”, explica Raffaela Lesch en Scientific American. Pero no basta con acercarse a los restos: hay que ser lo suficientemente audaz para hurgar entre ellos, pero lo bastante prudente para no convertirse en presa. Esa combinación de audacia y mesura actúa como filtro evolutivo, favoreciendo comportamientos más tolerantes hacia los humanos.
Durante décadas, la domesticación se ha asociado con cambios anatómicos concretos: orejas caídas, colas rizadas, despigmentación, cerebros más pequeños, rostros menos prominentes. Lo vemos al comparar un lobo con un perro. Lo que estamos descubriendo con los mapaches indica que la domesticación no siempre requiere de intervención directa. A veces, el mundo nos domesticaba a nosotros mucho antes de que nos diéramos cuenta. En otras palabras: no es que estemos domesticando a los mapaches. Es que, quizá sin quererlo, ellos nos están domesticando a nosotros.















