El mundo de la aviación avanza a pasos agigantados. Rusia diseña sus propios aviones de combate mientras Suecia lucha por la supremacia aérea con una solución invisible. Europa y su Tempest no se queda atrás, luchando con la propuesta de EE.UU en forma del F-35.
Pero, cuando se habla de velocidad en los cielos, el nombre que suele venir a la mente es el del Concorde, aquel prodigio de la aviación civil que transportaba pasajeros a más del doble de la velocidad del sonido. Sin embargo, el verdadero rey de los cielos nunca llevó turistas a bordo. Se llamaba SR-71 Blackbird, y fue una criatura nacida en plena Guerra Fría, cuando la velocidad y el sigilo eran armas tanto como los misiles.
El récord aéreo absoluto: 3.529 km/h, 26.000 metros y 33 millones por unidad
Diseñado por Lockheed en 1964, el Blackbird parecía un avión del futuro. Su silueta negra, afilada y casi fantasmal, parecía más cercana a la ciencia ficción que a la ingeniería aeronáutica de la época. Fue el orgullo de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, y tras su retiro en 1998, incluso la NASA lo utilizó para misiones científicas que desafiaban los límites del material y de la atmósfera.
Su fuselaje, hecho con aleaciones de titanio adquiridas en secreto a la Unión Soviética, resistía temperaturas imposibles, fruto del roce con el aire a velocidades Mach 3. El 28 de julio de 1976, el SR-71 alcanzó los 3529 kilómetros por hora y una altitud récord de 25.929 metros, marcas aún no superadas por ningún avión tripulado. Dos años antes había cruzado el Atlántico -de Nueva York a Londres- en 1 hora y 54 minutos, casi la mitad del tiempo que necesitaba el Concorde.
Durante sus misiones de reconocimiento, el Blackbird era prácticamente intocable. Si un misil se acercaba, bastaba con acelerar. Ninguno de los 19 aparatos perdidos en servicio cayó por fuego enemigo. Desde los cielos sobrevoló territorios hostiles -la URSS, China, Vietnam o el Oriente Medio- observando instalaciones nucleares y bases aéreas con una impunidad casi divina.
Cuando dejó de servir como espía, el SR-71 encontró un nuevo propósito. La NASA lo empleó para investigar la aerodinámica en condiciones extremas, estudiar la capa de ozono o calibrar satélites y sensores. Dejó de volar hace más de dos décadas, pero su sombra negra sigue planeando sobre la historia de la aviación: la de un avión que nadie pudo alcanzar, ni siquiera en sueños.