El verano se perfila como uno de los más cálidos hasta la fecha en España. La estación estival ha dejado de ser simplemente un cambio de ciclo para convertirse en un fenómeno atmosférico cargado de tensión, especialmente en el interior peninsular y las regiones del sureste español, donde las temperaturas extremas se manifiestan con mayor crudeza. El norte, tradicionalmente más templado, aún conserva cierto respiro, aunque cada año ese privilegio climático parece desdibujarse.
Los modelos meteorológicos para este 2025 coinciden en una advertencia clara: el Sáhara, ese océano de arena y piedra que domina el norte de África, vuelve a convertirse en epicentro de una burbuja de calor abrasador. Y eso es una mala señal.
España se prepara para un verano abrasador: una amenaza sin precedentes avanza desde el Sáhara
Los expertos hablan de un “calentamiento excepcional”, una anomalía térmica sostenida que no solo encierra consecuencias locales —sequías persistentes, temperaturas nocturnas en ascenso o alteraciones en los ciclos hídricos—, sino que proyecta su sombra hacia el sur de Europa. Italia ya alza la voz ante un verano que promete olas de calor intensas; en España, el mes de junio ha arrancado con cifras dentro de lo esperado, pero el aire cálido africano no entiende de fronteras.
Esa masa ardiente, que cada año asciende con mayor frecuencia hacia el continente europeo, lleva consigo más que grados centígrados: arrastra una constatación inquietante. El cambio climático está diluyendo las antiguas fronteras meteorológicas. Lo que antes se percibía como fenómenos regionales o estacionales, ahora se expande con brutalidad global.
En España, los veranos son más largos, las noches más cálidas y los episodios de calor extremo más frecuentes. Las diferencias entre norte y sur, entre costa e interior, entre lo atlántico y lo mediterráneo, se erosionan lentamente en un paisaje cada vez más uniforme: seco, ardiente, imprevisible.
En el corazón del Sáhara, donde el sol reina sin tregua y más de la mitad del territorio recibe menos de 25 mm de lluvia al año, el pasado verano dejó cifras escalofriantes: anomalías térmicas de hasta 8ºC por encima de la media en algunas regiones, registros que rompen récords y alteran ecosistemas. Con una extensión de más de 9 millones de kilómetros cuadrados, este desierto —el más grande del planeta después de los polares— es mucho más que un símbolo geográfico: es un termómetro brutal de lo que nos espera.
Las dunas, los cauces secos y las llanuras pedregosas del Sáhara no son ya una postal exótica, sino una advertencia en tiempo real. Porque lo que ocurre allí tiene sus consecuencias aquí. El calor y el verano ya no es una simple estación anual: se está convirtiendo en una fuerza expansiva que reescribe los mapas climáticos de un continente entero.















