Islandia ha decidido tratar algo tan aparentemente abstracto como una corriente oceánica… como si fuera un enemigo geopolítico más. Al declarar el posible colapso de la AMOC —la gran cinta transportadora de calor del Atlántico— como amenaza para la seguridad nacional, el Gobierno islandés rompe un tabú: asumir que ciertos riesgos climáticos ya no son simples escenarios de laboratorio, sino variables con capacidad real de desestabilizar un país.
La decisión, anunciada por el ministro de Clima Jóhann Páll Jóhannsson y elevada al Consejo de Seguridad Nacional, convierte a Islandia en el primer Estado que trata un fenómeno físico concreto como “riesgo existencial”, al mismo nivel que una crisis energética o un conflicto regional.
La preocupación no nace de la nada. En los últimos años se ha acumulado una pila incómoda de estudios que apuntan a que la AMOC se está debilitando más rápido de lo previsto, en parte por el aporte de agua dulce procedente del deshielo en Groenlandia. Un trabajo de Peter y Susanne Ditlevsen publicado en Nature Communications en 2023 sugería que la circulación podría cruzar un punto de no retorno a mediados de siglo, quizá entre 2050 y 2100, con un rango de fechas tan amplio como inquietante. Otros modelos del Met Office británico son más prudentes y ven muy improbable un colapso total antes de 2100, pero admiten una ralentización severa capaz de reorganizar el clima del Atlántico norte.
De la modelización climática al riesgo país
El cálculo político de Islandia parte precisamente de esa zona gris: no hay consenso sobre cuándo podría ocurrir un colapso, pero sí sobre el tipo de sacudida que implicaría. Una AMOC muy debilitada o rota desplazaría calor lejos del norte de Europa, con inviernos mucho más fríos, borrascas más violentas y cambios bruscos en los patrones de lluvia. Modelizaciones recientes hablan de descensos de hasta 10–15 ºC en invierno en ciertas regiones europeas, un aumento de las tormentas invernales y sequías mucho más persistentes en el sur del continente, al tiempo que se altera el monzón en África, India o Sudamérica.
Para Islandia, país pequeño, dependiente del mar y de infraestructuras costeras, esa combinación es algo más que un titular apocalíptico. El gobierno está empezando a trabajar con escenarios que van desde el impacto sobre la pesca —en un Atlántico norte con ecosistemas alterados por cambios en nutrientes y oxígeno, tal y como advierten estudios recientes— hasta la resiliencia de sus puertos, carreteras y redes energéticas ante un clima mucho más extremo. El nuevo estatus de “amenaza a la seguridad nacional” permite coordinar ministerios, desbloquear recursos y diseñar planes de emergencia específicos, en lugar de diluir el problema en genéricas estrategias climáticas a largo plazo.
Un aviso al resto del Atlántico norte
La jugada tiene, además, un efecto simbólico que trasciende Reikiavik. Desde 2024, más de 40 climatólogos de referencia han firmado cartas abiertas a los gobiernos nórdicos advirtiendo de que el riesgo de una gran reorganización de las corrientes atlánticas ha sido “seriamente subestimado”, y reclamando que se trate como un riesgo sistémico, no como una curiosidad académica. Que un país dé ese paso abre la puerta a que otros Estados costeros —especialmente en Europa occidental y el Atlántico norte— tengan que replantearse sus propios mapas de riesgo, desde los seguros agrícolas hasta la planificación portuaria y energética.















