Durante tres años, Lynn Krominga cambió su apartamento en Nueva York por una vida en alta mar a bordo de The World, el crucero residencial más grande que existe. Abogada de prestigio en Revlon durante los años ochenta y noventa, acostumbrada a un ritmo de viajes vertiginoso pero con poco tiempo para disfrutar de los destinos, decidió en 2011 dar un giro radical: vender su vivienda en Manhattan y mudarse a un condominio flotante de 1.800 metros cuadrados que navegaba permanentemente por el globo.
Tres años a todo tren
La experiencia prometía una mezcla de lujo y descubrimiento cultural. A bordo, la rutina combinaba cenas en restaurantes de primer nivel con conferencias de exploradores y expertos de National Geographic, expediciones privadas a museos icónicos y excursiones a lugares a los que pocos turistas pueden acceder. En el Mediterráneo, una vecina organizó fiestas en su propio yate que acompañaba al buque, mientras que en San Petersburgo disfrutó de una visita exclusiva al Hermitage sin más compañía que un reducido grupo de residentes.
La vida cotidiana en The World no difería tanto de la de una comunidad residencial de lujo, con la diferencia de que cada amanecer podía ocurrir en un puerto distinto. Los menús se personalizaban según las preferencias de cada pasajero, había entrenadores personales, spa, club de golf y hasta la única pista de tenis reglamentaria en alta mar. Los residentes organizaban veladas privadas con músicos locales o karaoke improvisado, y el personal del barco, altamente entrenado, memorizaba los gustos de cada inquilino, desde la bebida favorita hasta restricciones dietéticas.
Un episodio aterrador incluido
Las travesías ofrecieron momentos inolvidables. Desde cinco semanas recorriendo la Antártida hasta la emoción de cruzar cuatro veces el temido Pasaje de Drake, Krominga vivió expediciones intensas y, en ocasiones, arriesgadas. En el mar Rojo, el barco necesitó escolta de la Guardia Costera de EE. UU. tras un ataque con misiles en aguas cercanas, un episodio que los residentes recuerdan como uno de los instantes más aterradores: la noticia de que piratas habían disparado un proyectil contra un buque a pocos kilómetros convirtió la calma de cubierta en silencio tenso, con muchos pasajeros refugiados en sus camarotes.
"El capitán solicitó por radio a la Guardia Costera estadounidense una escolta, ya que un misil hutí había sido disparado desde la costa yemení contra el barco que nos precedía", comentaba a People. Al bordear Somalia, sharpshooters armados custodiaron la nave para prevenir ataques piratas. Hubo también instantes de fragilidad, como cuando un pesado mueble cruzó su salón durante una tormenta en aguas de Groenlandia.
Las lecciones humanas marcaron tanto como las aventuras. En Japón escuchó el testimonio directo de un superviviente de Nagasaki; en Camboya, la visita a los killing fields de Phnom Penh fue tan sobrecogedora que no pudo continuar hacia Angkor Wat al día siguiente. En Vietnam, la calidez inesperada de los locales contrastó con la dureza de la memoria histórica en el “Hanoi Hilton”, la prisión donde estuvo recluido John McCain. Momentos que, asegura, dejaron huellas más profundas que cualquier lujo material.
Con el paso del tiempo, sin embargo, la atmósfera de The World cambió. Los debates intelectuales y las conferencias fueron sustituidos por desfiles de moda y charlas sobre organización doméstica; las conversaciones sobre historia y política dieron paso a bodas y fiestas a bordo. Krominga decidió entonces vender su condominio y regresar a Nueva York. Aun así, guarda las memorias como un tesoro: una vida de exploración irrepetible, con capítulos de riesgo, belleza y aprendizaje que, como ella misma admite, “en algunos casos deberían quedarse para siempre en el mar”.















