Kevin Cantera llevaba 17 años trabajando como investigador y redactor en una empresa del sector educativo. Era de esos profesionales que habían aprendido a convivir con la tecnología, adaptándose a cada cambio de software, a cada nuevo protocolo digital.
Cuando su compañía le pidió integrar herramientas de inteligencia artificial como ChatGPT o Microsoft Copilot para mejorar la eficiencia del equipo, Cantera lo hizo con entusiasmo. No solo las usó: las estudió, las refinó, buscó los prompts más precisos y revisó línea a línea los resultados generados por la máquina para asegurar que el toque humano no se perdiera en la automatización. Pero tuvo un grave peaje: lo despidieron.
El día que la IA superó al humano: un investigador pierde su empleo ante su propia creación
Como decimos, paradójicamente, ese mismo perfeccionismo fue el principio del fin. Este verano, Cantera fue incluido en un despido colectivo junto a varios creadores de contenido. La dirección, que meses antes había prometido que la IA no sustituiría a los trabajadores, comprobó que el sistema era capaz de generar textos de calidad aceptable sin intervención humana. "Es aterrador pensar que confían en lo que produce la máquina sin revisión de expertos", confesó al Washington Post.
La historia de Cantera se ha convertido en un ejemplo inquietante de una nueva paradoja laboral: los empleados que entrenan a la inteligencia artificial están, sin saberlo, preparando a su propio reemplazo. Como apunta la columnista Karla L. Miller, la narrativa optimista que presenta la IA como una aliada para eliminar tareas tediosas está cediendo ante una realidad más cruda: muchas empresas la utilizan como una vía rápida para reducir costes y personal cualificado.
Miller sugiere tratar a la IA como lo que realmente es: un software que necesita supervisión, criterio y límites humanos. Habla del “humano en el ciclo”, el profesional que guía al “becario virtual” para evitar que la eficiencia acabe devorando la calidad y la ética del trabajo.
El despido de Kevin Cantera no es una anécdota aislada, sino una advertencia. La automatización ya no amenaza solo a los empleos repetitivos: avanza sobre los creativos, los analíticos y los que alguna vez se creyeron irremplazables.















