Hasta hace poco, el apéndice era ese “trozo sobrante” del intestino al que solo prestábamos atención cuando se inflamaba. Ahora se ha convertido en protagonista de una de las tendencias más inquietantes en oncología: un cáncer rarísimo que está creciendo con fuerza entre los menores de 50 años y que desconcierta a los expertos. Estudios liderados por la epidemióloga Andreana Holowatyj, en EE. UU., muestran que los nacidos a partir de los años 70 y 80 —Generación X y millennials— tienen de tres a cuatro veces más riesgo de ser diagnosticados con cáncer de apéndice que las cohortes anteriores, pese a que sigue siendo una enfermedad muy poco frecuente.
Hasta ahora, los tumores de apéndice se asociaban casi siempre a personas de edad avanzada. Sin embargo, el patrón se ha desplazado: hoy, uno de cada tres pacientes recibe el diagnóstico antes de los 50 años. En números absolutos siguen siendo pocos casos —en torno a 3.000 al año en EE. UU.— frente a los 150.000 de cáncer colorrectal, pero la tendencia es lo que enciende las alarmas. Al tratarse de un cáncer raro, con síntomas muy difusos (dolor abdominal, hinchazón, molestias pélvicas) y sin protocolos de cribado específicos, se diagnostica a menudo tarde, a veces casi por casualidad durante una cirugía de apendicitis.
Un tumor raro que crece entre los jóvenes
Las investigaciones de Holowatyj han documentado un aumento del 232 % en la incidencia de los carcinomas malignos de apéndice entre 2000 y 2016, con subidas en prácticamente todas las generaciones, pero especialmente marcadas en los más jóvenes. Además, estos tumores se comportan de forma distinta a los colorrectales “clásicos”: se diseminan de otra manera, responden peor a las quimioterapias estándar y presentan perfiles moleculares propios, lo que complica todavía más el diseño de tratamientos eficaces y protocolos de seguimiento a largo plazo.
¿Por qué está pasando esto? De momento, nadie tiene una respuesta clara. Los científicos trabajan con un abanico de sospechosos: cambios en la dieta y el nivel de actividad física, alteraciones del microbioma intestinal, exposición a contaminantes ambientales (microplásticos, sustancias químicas persistentes en el agua potable, los llamados forever chemicals), o una combinación de todos ellos sobre una base genética determinada. El hecho de que otros cánceres digestivos de aparición temprana —como los de colon, páncreas, vías biliares o el propio apéndice— estén aumentando en paralelo refuerza la idea de un caldo de cultivo común ligado al estilo de vida moderno y al entorno.
El diagnóstico, atrapado entre la rareza y el despiste
La otra cara del problema es puramente práctica: no existen pruebas de cribado ni guías específicas para el cáncer de apéndice. Y mientras en la apendicitis se está normalizando cada vez más el tratamiento conservador con antibióticos (sin extirpar el órgano), algunos especialistas temen que eso pueda hacer que ciertos tumores pasen desapercibidos más tiempo. En mujeres jóvenes, además, la clínica puede confundirse con quistes ováricos, fibromas o endometriosis, retrasando aún más el diagnóstico. Ante síntomas persistentes como dolor abdominal recurrente, distensión, cambios inexplicables en el tránsito intestinal o dolor pélvico, los oncólogos insisten en la importancia de insistir en consulta y descartar causas graves.
A corto plazo, los equipos como el de Holowatyj se centran en dos frentes: entender mejor quiénes están en mayor riesgo y por qué, y crear registros y ensayos específicos para este tipo de tumores, tradicionalmente olvidados por la investigación oncológica. A medio y largo plazo, la gran pregunta es la misma que sobrevuela toda la oncología de “cánceres tempranos” en jóvenes: hasta qué punto podremos frenar la tendencia atacando factores modificables —dieta, sedentarismo, sueño, alcohol, exposición a tóxicos— y cuánto hay en juego que todavía no sabemos ver.















